Rockson Zephyr es un joven haitiano de veintiún
años. Sobrevive a la miseria en el barrio de Tabarré, en Puerto Príncipe. Su
delgadez extrema no ha logrado imponerse a la musculatura que perfila sus
negros contornos, fruto del trabajo físico que viene realizando desde la más
tierna infancia.
Sus ojos, de color azabache, le sirven de ventanas a través de las que toma consciencia de la cruda realidad, a la par de hacer las veces de tragaluces para quienes desean acceder al interior de su alma.
Sus movimientos son gráciles, naturales, armónicos, propios de quien se manifiesta desprovisto de máscaras, desde la autenticidad de su ser.
Suele ir acompañado de una amplia sonrisa sincera, que no logra borrar del todo el rictus nacido de su responsabilidad. Sólo cuando suena la música, sus facciones se relajan por completo, su cuerpo fluye integrándose en el aire, su mente abandona la constante actividad dirigida a la búsqueda de alimento, desapareciendo por un instante.
Sus ojos, de color azabache, le sirven de ventanas a través de las que toma consciencia de la cruda realidad, a la par de hacer las veces de tragaluces para quienes desean acceder al interior de su alma.
Sus movimientos son gráciles, naturales, armónicos, propios de quien se manifiesta desprovisto de máscaras, desde la autenticidad de su ser.
Suele ir acompañado de una amplia sonrisa sincera, que no logra borrar del todo el rictus nacido de su responsabilidad. Sólo cuando suena la música, sus facciones se relajan por completo, su cuerpo fluye integrándose en el aire, su mente abandona la constante actividad dirigida a la búsqueda de alimento, desapareciendo por un instante.
El crujido del terremoto, cuando sólo contaba con
diecisiete años, resonó como una llamada interior que le anunció la misión de
encontrar a sus hermanos. La búsqueda desesperada entre los cadáveres y los
heridos, le llevaron milagrosamente hasta Adelson, el pequeño, que vagaba, con
tan sólo doce años, perdido, desorientado, en medio de la desolación, sin haber
probado bocado durante tres días. Poco después, se topó con Jeff, el segundo,
que tenía quince años por aquel entonces. Comenzaron viviendo en la calle,
durmiendo al raso, mendigando, alimentándose de basura. Ocuparon después una
tienda de campaña. Hoy viven entre cuatro paredes de bloque. Quizá al año
próximo puedan acristalar las ventanas que se perfilan para permitir el paso
del calor asfixiante, los mosquitos, el viento, el polvo y la lluvia.
La espiritualidad de Rockson está arraigada en sus
raíces más profundas. Mantiene una permanente comunicación con Dios, aunque no
va muy a menudo a misa, porque sus zapatos y sus ropas no le hacen digno de
entrar en la casa del Señor.
Rockson nos ha cedido su mano para tocar la realidad
de Haití; se ha constituido en los ojos que nos han permitido ver; ha puesto la
voz con la que nos hemos comunicado con la población; ha cuidado de nosotros
con amor incondicional.
El teléfono móvil echa humo y no permite mantener una conversación ininterrumpida con él más allá de dos minutos seguidos. Además del seminario, dirige la parroquia de Tabarré, canta misa en otros lugares. También ha puesto en pie la escuela en la que estudian y comen trescientos niños durante el curso escolar, está abriendo un pequeño hospital… , y tantas y tantas labores, que no existe aquí espacio para narrarlas. Se levanta a las cuatro y media de la mañana y, a la par que da extensos sermones, coloca las tuberías del desagüe, paga, contrata, despide, negocia, compra y bandea contra la picaresca de quienes pretenden sacar provecho de alguien que, como él, ofrece trabajo.
Sobre estos dos sencillos, pero consistentes cimientos
(Rockson y el Padre Rafael) se levanta la obra de Nati. Natividad Ruiz,
Carmelita Vedruna, residente en Segovia, entrega toda su energía creadora para
contrarrestar la fuerza destructora del terremoto más terrible que ha asolado a
la historia reciente de la humanidad. Su vocación misionera le ha llevado por
Honduras (huracán Mitch), Venezuela, Brasil o Zimbabwe. Su amor de Dios se ha
reforzado con los años, que le proporcionan la experiencia para desarrollar
aquello que se propone. Su vitalidad, lejos de debilitarse con el paso del
tiempo, se ha vigorizado.
Nati visitó Haití a raíz del terremoto, en enero de
2.010. Se fue en busca de una hermana desaparecida entre los escombros, a quien
habían dado por muerta o, al menos, por desaparecida. Estuvo tres días con sus
noches sin comer ni dormir atendiendo a tullidos por las calles, poniendo
torniquetes, vendando heridas. Desde entonces, quedó atrapada por ese país tan
necesitado, tan olvidado. Comenzó de la mano de “Mensajeros por la Paz”, la ONG
“Ashuade” y la del Padre Rafael.
Con su ayuda, levantó el restaurante “La Espiga”, una panificadora que da trabajo a treinta familias y provee de pan a casi todo el barrio de Tabarré. También la “Herrería”, en la que se están ultimando los últimos detalles y permisos para formar y contratar a los jóvenes de aquel arrabal. Este último año ha decidido actuar sin el apoyo de organizaciones. Ha acudido sola, con nosotros, con la base logística de Rockson, la colaboración de Rafael, la ayuda de Cáritas, de su congregación, de las aportaciones de un par de actos benéficos y de los particulares que han depositado en ella su confianza.
Con su ayuda, levantó el restaurante “La Espiga”, una panificadora que da trabajo a treinta familias y provee de pan a casi todo el barrio de Tabarré. También la “Herrería”, en la que se están ultimando los últimos detalles y permisos para formar y contratar a los jóvenes de aquel arrabal. Este último año ha decidido actuar sin el apoyo de organizaciones. Ha acudido sola, con nosotros, con la base logística de Rockson, la colaboración de Rafael, la ayuda de Cáritas, de su congregación, de las aportaciones de un par de actos benéficos y de los particulares que han depositado en ella su confianza.
Su actividad estrella, el campamento de verano en
Tabarré, ha permitido que ciento cincuenta jóvenes tuvieran dos comidas calientes
y nutritivas al día, a la vez que recibían una formación integral impartida por
un grupo de profesores haitianos y los seis voluntarios españoles que la hemos
acompañado en esta empresa. De este modo, los chavales han abierto sus
horizontes, sus perspectivas y sus puntos de vista. Al año próximo, junto a su
inseparable amigo Rafael, pretende crear una pequeña factoría de máquinas de
coser para las mujeres del barrio. Ha comprobado que, a las madres, al igual
que a ella, no se les despista un “gourde” cuando se trata de alimentar o
educar a sus hijos. Los hombres estamos hechos de otra “pasta”.
Como mujer que es, ha cuidado del legado que los
segovianos (y gente de otras provincias en menor medida) le han entregado para
que lo custodiara. Basándose en una economía doméstica y sencilla, ha destinado
cada euro para el fin encomendado, sin que se desviara ni un solo céntimo por
el camino.
Observar a Nati moviéndose por Haití resulta una
experiencia inenarrable. A sus sesenta y ocho años, baila, salta, juega, anda
con varios niños colgados del cuello y, curiosamente, sus dolores de espalda y
su artrosis desaparecen en cuanto pone los pies en aquella su tierra. Desde el
momento en que el avión aterriza, se transforma. Recobra el poder que sólo está
contenido en la feminidad. Utiliza las palabras precisas en cada momento,
impartiendo desde el amor las directrices de su proceder. Organiza desde la
sombra, anima desde el abrazo y la comprensión, cocina a luz de un frontal,
madruga como los pájaros, sigue el ritmo de la luz del sol, fluye con las
situaciones, toca, besa a las mujeres, les habla en el idioma de la compasión
que todas ellas entienden. Concilia, resuelve conflictos, y también se permite
el placer de dejarse querer, lo que la hace aún más cercana.
En enero habrán transcurrido cuatro años desde que la
tierra se tragó la pobreza para sembrar la miseria. La situación de los
haitianos no ha mejorado en absoluto. Los tejados de sus casas siguen siendo el
cielo o el plástico. En la mayoría de los barrios carecen de agua corriente y
de instalación eléctrica. Se duchan con cazos, con los que vierten sobre sus
cabezas el agua de cubos transportados desde los pozos que también sirven para
mitigar su sed. Sin trabajo ni infraestructura, sus habitantes se alimentan de
mondas de plátano y un poco de arroz, mientras una minoría insignificante,
corrupta y cercana al poder, acapara la
práctica totalidad de la riqueza y los recursos.
Ante este panorama, Naciones Unidas se ocupa de
autoabastecer sus propias necesidades. La mayor parte de su presupuesto se
diluye en la construcción de sus bases y oficinas, el pago de sus funcionarios,
la compra de sus vehículos de lujo, el salario de sus soldados y el
aprovisionamiento de su armamento. Su presencia se encuentra tan alejada de la
población, que unos y otros ni siquiera se miran y jamás se encuentran. Los
supermercados, mercadillos, tiendas, restaurantes, discotecas, prostíbulos y
playas se identifican por el sello de la diferenciación, dependiendo de si su
disfrute es para unos u otros. Por ese motivo, los blancos no tenemos allí muy
buena prensa. El caso es que, salvo cuatro obras puntuales (la reconstrucción
de la plaza de Naciones Unidas, entre ellas) a simple vista, no se aprecia ninguna
clara actividad de apoyo o ayuda a la población. Y esta es la opinión
generalizada de la mayoría de los haitianos.
Hambre, pobreza extrema, desencanto, enfermedad,
desesperanza, desolación, recorren los escombros, los cascotes y las tiendas de
campaña en las que se hacina la población. Resulta paradójico que el
esclavismo, abolido mediante revolución, se haya vuelto a imponer veladamente.
El haitiano de a pie carece de toda libertad. Sin acceso al trabajo por parte
de los padres, los hijos no pueden acudir a la escuela o al hospital, que son
privados. Viviendo bajo los plásticos, la población enferma y, simplemente,
muere. Tampoco existe la posibilidad de salir del país, puesto que las tasas
que se deben pagar son inaccesibles para ellos. Con esto, se encuentran
encarcelados en el presidio de la indigencia sin posibilidad de escapar de él.
A pesar de ello, el haitiano es alegre, relativamente
feliz, hospitalario, generoso y de profunda espiritualidad. La mayoría de ellos
son cristianos (católicos, protestantes, evangelistas) con un toque más o menos
pronunciado de sus tradiciones vudús, que llevan arraigadas hasta la médula.
La energía vital y la felicidad a raudales, recorren con tal fuerza sus cuerpos escuálidos, que el corazón de quien los observa se resquebraja, colmándose de un amor con un matiz desconocido hasta entonces. El brillo de sus ojos resulta tan luminoso, que deslumbra hasta provocar el llanto de quien lo contempla. Se trata de lágrimas de ahogo, de compasión, de plenitud, de desconcierto, de reacción espontánea al estado de shock que provocan. Porque ante aquellas miradas, no valen las máscaras, los recursos aprendidos, la cerrazón, o el desvío de la atención. Simplemente, desarman, desnudan y enfrentan cara a cara con esa esencia divina que habías olvidado hasta ese justo instante.
Despedirse de Haití requiere una dosis de humildad y
reconocimiento de cuanto allí te han dado. Una marca indeleble queda grabada en
lo más profundo del ser para toda la eternidad. Quien fue para enseñar, regresa
con la lección aprendida. Quien marchó para ayudar, vuelve con los bolsillos
cargados de bendiciones. Quien viajó para dar, debe desprenderse de lo
atesorado con avidez para que le quepa todo lo recibido.
Despedirse de Haití supone, sumergirse en la
profundidad del silencio en el que las palabras no sirven, reconocer el vacío
en el que todo se desvanece, asomarse al abismo de la soledad absoluta,
cortar las amarras que atan a cuanto
ofrece seguridad a cambio de pérdida de libertad, desprenderse de las
personalidades utilizadas hasta entonces para relacionarse, reencontrarse con
esa chispa de divinidad con la que nacimos.
Haití es el gran olvidado. Algunos hemos vuelto con la
MISIÓN de recordarlo.
Fdo.: Ángel
Gracia Ruiz.
-Abogado-.
03436894G.
angelgra@telefonica.net