"En 42 años compartiendo su vida ¡Cuánto aprendí de ellos! ¡Que aguante ante el sufrimiento! ¡Con qué poco tienen para vivir y, con qué alegría viven!"
En la vida de cada uno hay fechas que no se olvidan. Se
graban en el corazón y ahí quedan,
gravadas y selladas para toda la vida. Una de esas fechas, para mí, ha sido
este veinte de Septiembre.
Mis
hermanos y sobrinos (teniéndolo absolutamente en secreto durante meses),
decidieron hacer un “homenaje” a la hermana y tía religiosa-misionera con la
ocasión de sus 60 años de vida
religiosa.
Durante
48 años vivió lejos de ellos. ¿Lejos…? Físicamente, pero siempre cercana ¡muy
cercana! Con el corazón y el pensamiento. Y esto fue recíproco.
He
sido (y sigo siendo) feliz ¡muy feliz! en mi vida. ¡Cuántas gracias tengo que
dar a Dios! Por la familia en la que me hizo nacer que, desde muy pequeña, me
transmitió la fe. Y fue en el seno de esta familia, en la que éramos nueve
hermanos, que sentí la llamada a la vida religiosa, a la vida misionera; “y
así, porque Dios quiso, empezó todo…”
De
esos 48 años lejos de mi familia y de mi pueblo, seis los viví en Bélgica y 42 en
África, en la R.D. del Congo. Estos fueron años convulsos de revoluciones y
guerras (con todo el cortejo de dificultades que éstas llevan consigo) pero
también fueron años felices, a pesar de todo, porque precisamente en las peores
circunstancias de la vida, sientes la fuerza, la ayuda de Dios y, sin duda
alguna, en mi caso y en el de todos los misioneros, la fuerza moral que da el
sentirse amada, querida y sostenida por los que te rodean y por tu lejana
familia. Por eso, en todas mis cartas les hacía partícipes de lo que vivía, de
mis logros y mis fracasos y ellos también me contaban los suyos. No, la
distancia no disminuye el cariño ni el interés, sino que ensancha el corazón.
Ver
en este día a toda la familia reunida y alegre, con tan sincera y tan gran alegría,
fue el regalo más grande y bonito que podían ofrecerme.
Comenzó
con una Eucaristía en la maravillosa Iglesia de San Antonio el Real. Preparada
y cantada por mis sobrinos pequeños y mayores, durante mucho tiempo. Los mimos
que participaron plenamente en la Liturgia: cantando, leyendo, llevando las
ofrendas, haciendo una emotiva introducción al comienzo y leyendo una acción de
gracias ¡preciosa! Al final.
Y
no nos faltó la presencia de las hermanas Clarisas, a quienes estoy muy
agradecida. No solo por la delicadeza que han tenido de permitir que este
acontecimiento se hiciera en el Templo de su Monasterio, sino que tengo hacia
ellas una deuda de gratitud que nunca les podré pagar.
Mientras
estuve en África, ellas me prestaron la mayor ayuda que se puede dar a un
misionero: la ayuda de su oración y la ofrenda de su vida consagrada a Dios. Yo
les escribía contándoles las alegrías y dificultades que encontraba en la
misión. El sufrimiento inmenso de mi gente, las atrocidades que se cometían en
los últimos cuatro años durante los que nuestra misión, en un contexto de
guerra, se encontraba en zona roja, en zona operacional, desbordada de
desplazados y soldados…
Todo eso se lo contaba a ellas y, desde su Monasterio,
como otros Moisés, con sus oraciones nos sostenían y nos ayudaban. ¡Y cómo lo
sentíamos! No, no dejaron caer nunca sus brazos porque, a pesar de las grandes
dificultades y la falta de medios para solventarlas, nunca nos descorazonamos
ni dudamos de que Dios “luchaba” con nosotras, que tenía sus planes y nos daba
su fuerza. ¡Gracias, hermanas, gracias de corazón!
Y,
puesta a agradecer, tampoco puedo olvidar al Equipo Diocesano de Misiones de la
Diócesis de Segovia. ¡Qué buen trabajo hacen! ¡Cómo se agradecen las noticias
que mandan y el sentirles cercanos! Cuando se está lejos, esta “cercanía”
calienta el corazón y al mismo tiempo, te sientes cercana de tu Diócesis y
participando de sus vivencias.
También
mi pueblo, Cantimpalos, estuvo presente en mi misión. Me mandaban ayuda
material de la que mucha gente pudo beneficiarse. Y, es que en esos parajes de
excesiva pobreza, las pesetas (antes) los euros (después), como dice un
misionero belga “se convierten en salud para los enfermos, en educación para
los niños, en formación profesional para jóvenes, en alimento para los hambrientos
etc, etc.” ¡Cuánta pobres ayudados con el dinero que sacaba de sus rifas y sus
generosos dones la buena gente de mi pueblo!
Fue
para mí una gran alegría el que en esa fiesta, concelebraran la Eucaristía dos
Sacerdotes de Cantimpalos, contemporáneos míos: Juan Pablo Martín, Juan Pedro
Cubero y Jesús Francisco Riaza, Párroco de San Frutos, amigo de mis hermanas y
mío. También a ellos va mi agradecimiento.
A
todos aquellos que de una manera u otra, han contribuido y me han ayudado a
realizar lo que desde muy joven quise hacer en mi vida, porque sentí que Dios
así lo quería, les estoy agradecida. ¡Nadie se hace, ni hace solo sin ayuda de
los demás, lo que debe hacer en la vida! Creo que lo mío, lo que Dios me pidió
fue ser misionera en África. Y lo creo porque allí fui feliz ¡muy feliz!
En
todo lugar donde estuve, con toda la gente que encontré a pesar de las muchas
carencias, privaciones y dificultades
que encontré para ayudar a la gente en
el ejercicio de mi profesión en los hospitales, donde tantas cosas nos
faltaban. Pero el agradecimiento y el calor humano que encontraba en ellos
compensaban, de lejos, las angustias que me causaba la falta de medios por no
poder atenderles como yo hubiera querido.
¡Cuánto aprendí de ellos! ¡Que
aguante ante el sufrimiento! ¡Con qué poco tienen para vivir y, con qué alegría
viven! En 42 años compartiendo su vida, no he visto a un solo africano no
sonreír! Y ¡mira que eran atroces, a veces las circunstancias en las que
vivían! Las precarias condiciones de trabajo, las carencias y privaciones… ¡han
valido la pena!
¡No
hay trabajo más hermoso que el misionero! Por eso quiero terminar dando gracias
Dios por haberme llamado a “trabajar en su viña” y a todos aquellos (una vez
más), que han contribuido y siguen contribuyendo, a que pueda realizar ese
trabajo.
¡QUE
DIOS LES BENDIGA SIEMPRE!
Hna.
Concepción Llorente Merino