La
solemnidad de todos los Santos, es una invitación a mirar con esperanza la
eternidad de nuestra vida en la nueva Jerusalén. Y también para mirar al cielo agradecidos por la vida escondida y
entregada de misioneros que nos han precedido.
El
santoral del año litúrgico propone a la contemplación de fieles que los
mártires y los declarados santos proclaman con sus vidas que el
misterio pascual se ha cumplido en ellos porque padecieron con Cristo y con
Él fueron glorificados. A la vez se les propone a los fieles como ejemplo para
el seguimiento de Jesús y como intercesores ante el Padre. La Fiesta de todos
los Santos, fiesta universal de la Iglesia, viene seguida por la celebración
de oración por los difuntos. La Iglesia desde sus inicios honró con gran
piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció sufragios por ellos, pues
“es una idea santa y piadosa orar por los difuntos para que se vean libres de
sus pecados“ (2M 12,46).
En
este contexto eclesial vienen la memoria muchas personas, amigos y
familiares, que han sido llamados por Dios a la otra vida, a la eterna.
Entre ellos destacan por su cercanía y proximidad nuestros misioneros y
misioneras. La mayoría de ellos han muerto en el lugar de destino, en
silencio y entregando hasta su último aliento por la misión a la que
habían dado su vida. La mayoría de ellos de muerte natural, después de muchos
años de servicio y allí han quedado sus restos mortales. Otros han muerto de
forma violenta bien por accidente, bien por agresiones extremas. No son
pocos los que han entregado su vida de esta manera, que bien puede ser
considerada una muerte martirial.
Estas circunstancias han golpeado nuestra
conciencia y los medios de comunicación se han hecho eco de su fallecimiento.
Otros, los más, han pasado a la otra vida una vez regresados de la misión a la
que dedicaron toda la vida, pero la enfermedad o la ancianidad aconsejó sus
retorno a la comunidad eclesial que les envió y acompañó. Su muerte tampoco ha
sido en balde porque el ocaso de su existencia ha dejado una huella testimonial
de una vida entregada con alegría y con paz.
Viene
a nuestro recuerdo los recientes fallecimientos de los dos Hermanos de San Juan
de Dios, Miguel Pajares y Manuel García Viejo, que han entregado
su existencia por causa de la enfermedad del ébola. Su muerte ha suscitado una
inquietud en el pueblo español. Nadie ha quedado indiferente ante el ejemplo de
su existencia y de las circunstancias que han concurrido. Su muerte nos ha
recordado la de otros hermanos de la misma Congregación, de las Hnas. de la
Misioneras de la Inmaculada Concepción, misioneros agustinos recoletos,
javerianos... y la de otros trabajadores, profesionales de las medicina, que
prestaban el mismo servicio en los hospitales que tenían abiertos en Sierra
Leona y Liberia. Además, quienes están cerca del trabajo misionero sienten
igualmente la muerte de misioneros y misioneras, por causa de otras
enfermedades contraídas en el ejercicio de su ministerio
misionero.
Pudiera
parecer que este mes de noviembre es un mes de bajo perfil misionero al
no tener lugar ninguna conmemoración significativa. Nada más lejos de la
realidad. Es el mes para mirar al cielo agradecidos por la vida escondida y
entregada de tantos hermanos nuestros que nos han precedido. Es el mes que
invita a recordar a tantos fundadores y fundadoras que, fieles a
la iluminación del Espíritu Santo, pusieron en marcha una iniciativa misionera a
la que han incorporado miles seguidores que han tomado el testigo de su carisma
fundacional. Es el mes para recordar agradecidos el coraje misionero de
Paulina Jaricot, Mons. Forbin-Jansom, Juan Bigard y Paolo Manna que pudieron
en marchas las cuatro Obras Misionales
Pontificias.
Anastasio
Gil
Director
nacional de OMP