El ejemplo perfecto de todo misionero es Cristo. Consciente de que tenía que dar a conocer a su Padre, no permitía que le retuviesen en un lugar, sino que deseaba llegar a muchos otros para evangelizar
Queridos diocesanos:
La Jornada Mundial de las Misiones, o
día del DOMUND, se celebra este año bajo el lema de las palabras que Dios
dirigió a Abrahán, nuestro padre en la fe: «Sal de tu tierra». El Papa
Francisco, en su mensaje para este día, dice que «todos somos invitados a
aceptar esta llamada: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas
las periferias que necesitan la luz del Evangelio».
En este sentido, el
cristiano siempre debe estar en disposición de partir, de «salir» a proclamar
el Evangelio. La razón es muy sencilla: todos los hombres y culturas tienen
derecho a recibir el mensaje de la salvación, que es una gracia de Dios para la
humanidad.
El Concilio
Vaticano II dice que, por su propia naturaleza, la vocación cristiana es una
vocación apostólica. Cada cristiano es un misionero, llamado a comunicar a
otros la salvación de Cristo. Muchos son los que experimentan la llamada a
abandonar su familia, su tierra, su cultura, para anunciar el evangelio a
quienes no han oído aún hablar de Cristo. Pero todo cristiano, sin experimentar
esta llamada radical a dejarlo todo, está llamado a dar testimonio de su fe,
con palabras y obras, en su propio ambiente, donde también hay muchos que no
han oído hablar de Cristo, o, habiéndolo oído, han perdido la fe y abandonado
la Iglesia. Si estamos atentos al mundo en que vivimos, y a las personas que
tratamos, nos daremos cuenta de las ocasiones que tenemos para anunciar el
evangelio.
En las
comunidades parroquiales también tenemos ocasiones de «salir» en busca de los
que no creen o de los indiferentes. La vida de una comunidad cristiana se mide
por su tensión misionera. Con frecuencia nos contentamos con los que ya
practicamos, y habitualmente participamos en la vida de la Iglesia. Y en lugar
de «salir» con espíritu misionero, nos encerramos en nuestros grupos de siempre
y perdemos la inquietud por evangelizar. En el fondo, esto significa que no
valoramos suficientemente la fe, o la vivimos como una posesión ya adquirida de
la que disfrutamos con otros que también creen. Esta actitud es lo más opuesto
a la «misión», que no conoce límites ni confines, sino que crece a medida que
la fe se hace personal, madura, apostólica. «Ay de mí si no evangelizara»,
decía san Pablo, urgido por la necesidad de evangelizar.
El ejemplo perfecto
de todo misionero es Cristo. Consciente de que tenía que dar a conocer a su
Padre, no permitía que le retuviesen en un lugar, sino que deseaba llegar a
muchos otros para evangelizar. «He venido a traer fuego a la tierra, y cómo
quisiera que ya estuviera ardiendo», dijo en cierta ocasión. Jesús salió del
Padre, salió de su propia familia, y se puso en camino para anunciar el Reino
de Dios y su presencia entre los hombres. No quedó encerrado en su pueblo de
Nazaret, o en el grupo de los suyos, sino que entendió su vida como un ir por
todas partes anunciando el evangelio de Dios. La Iglesia, desde sus comienzos,
ha entendido su misión a ejemplo de Cristo. El cristiano, en la medida en que
profundiza su fe, descubre su vocación misionera que le urge a comunicar a
otros lo que él ha recibido como una gracia especial: la fe en Cristo.
Gracias a Dios,
Segovia ha dado muchos misioneros y misioneras que se encuentran en países
lejanos anunciando el evangelio. Quiera Dios que surjan nuevas vocaciones
misioneras. Pero quienes quedamos aquí, en nuestra diócesis, tenemos la misma
responsabilidad misionera que quienes se van fuera. También nosotros somos
enviados por Cristo con su autoridad. Hemos de «salir» de nosotros mismos, de
nuestra comodidad, de nuestros ambientes, y proclamar que el Reino de Dios se
ha hecho presente en nuestro mundo en la persona misma de Jesús, el Hijo de
Dios, el Enviado a todas las naciones.
Con mi afecto y
bendición,
+ César Franco
Obispo de Segovia.