Testimonio de mi primera
experiencia como voluntaria a 3.000 kilómetros de mi país
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Julio
de 1991. Hacía dos años escasos que había caído el Muro de Berlín, el 9 de
noviembre de 1989. Lituania había logrado la independencia de la Unión
Soviética, pero a un alto precio: habían quedado sin abastecimiento y
estaban castigados a la escasez de alimentos y recursos. Las aduanas
resultaban una pesadilla.
Lituania,
que llegó a ser un país extensísimo en el siglo XV (el Gran Ducado llegaba
hasta el Mar Negro), sufrió un siglo XX convulso. Primero por la invasión
de Hitler y posteriormente por la opresión soviética. Los años 90
son, pues, una ventana a la recuperación de la paz.
Con
este panorama, una amiga me animó a coordinar un viaje de ayuda
humanitaria desde España. Sonaba extraño, porque no es el Tercer Mundo.
Pero el nuncio de Lituania, mons. Justo Mullor, de origen español, había
escrito a su país para pedir colaboración.
Yo
tenía 25 años y mi amiga 28. Queríamos hacer algo en verano. Algo que supusiera
ayudar a los demás, así que nos pusimos en contacto con él y respondió -de
nuevo por carta- algo sorprendente. No le interesaba excesivamente que
cargáramos material. Lo agradecía, pero eso no era lo prioritario (medicamentos
sí). Pedía, sobre todo, personas dispuestas a hablar con los lituanos, a
generar confianza.
Decía
que Lituania era un país que había sufrido mucho y que, por el sistema del
Partido Comunista Soviético, se habían instalado el chivatazo y la
traición, así que las familias se habían destruido.
Por
rezar el Padrenuestro, una persona podía ser desterrada tres años a Siberia.
El alcohol también
era un problema importante y tanto hombres como mujeres bebían vodka
desmesuradamente. Nos pedía un equipo de jóvenes que pudieran ayudar en un
hospital de provincias.
A
mediados de julio del 91 partimos de Barcelona en un autocar 54 chicas universitarias.
Iban a ser dos semanas de proyecto. Un buen grupo era de últimos cursos de
Medicina y podría echar una mano en el Hospital, mientras que el resto nos
encargaríamos de ayudar en un asilo-centro psiquiátrico y en la escuela.
Todo
fueron experiencias que merecerían un libro y que aquí no haré sino resumir.
Para comenzar, diré que en el autocar no disponíamos de mucho espacio y, pese a
que íbamos con un remolque, no había espacio para la comida. Así que decidimos
llevar dinero y ya compraríamos los alimentos allí. En nuestra
ingenuidad, creíamos que habría un supermercado en cada calle.
Viajamos
durante cerca de 3 días, la primera noche dormimos dentro del autocar.
Fueron 2.800 kilómetros de ida. No existían todavía los billetes de avión “low
cost”. Sin embargo, aquella travesía por Europa nos ayudó a encajar como equipo:
nos hicimos amigas, preparamos sesiones, planes, horarios… Nos íbamos
conociendo.
Al
llegar, descubrimos que Lituania no era como habíamos imaginado. Era
Europa, sí, pero sumida en la pobreza: no había tiendas ni comercio ni
talleres. Ningún sitio donde abastecernos salvo las granjas de alrededor de la
población donde nos encontrábamos. Había que salir cada día a comprar pan y
leche. No conseguimos carne, salvo un pollo para un día. La rica sopa de
remolacha (muy tradicional) se convirtió en nuestro plato fuerte.
En
la residencia donde nos alojábamos hicieron duchas especialmente para
nosotras. Solo había una hasta entonces y estaba en condiciones penosas. Fue
muy de agradecer.
No
hubo tiempo para lamentos y nadie se echó atrás. El primer día las de Medicina
comenzaron ya su trabajo en el hospital. Lo más duro fue ver que no
disponían casi de anestesia. El shock de las estudiantes fue notable: procedían
de un país donde abunda el material desechable y hay cajas y cajones de todo.
Allí no era así. Los enfermos asumían que iban a sufrir dolor y sus
familiares les llevaban alimentos para los pocos días en que dispondrían
de una cama. La anestesia a veces era el vodka.
Había
que hervir el instrumental y muchos aparatos ortopédicos eran de la II
Guerra Mundial: muletas, sillas de ruedas…
En
la residencia de ancianos y centro psiquiátrico el panorama no era mejor. La higiene era
deficitaria, pero lo peor era el sistema de funcionariado. Los empleados
robaban a los abuelos lo poco que tenían y no se preocupaban por ellos.
Cumplían un horario y punto. Nuestra labor consistió en enseñar a hacer
más humana la labor de atención a enfermos y ancianos, con una sonrisa y en un
idioma que desconocíamos.
Comenzamos
por limpiar a fondo y por llevar a pasear a abuelos que llevaban años
encerrados sin que nadie los moviera. Descubrimos llagas en los encamados
y hormigas en los vasos de agua de las mesillas de noche. Aquel fue el
verano más caluroso del siglo en Lituania pero no podíamos ventilar porque las
ventanas estaban rotas. El hedor echaba para atrás. Para algunos enfermos, la
llegada de aquel grupo de jóvenes supuso un alivio indescriptible.
Por
las noches, ya en la residencia, intercambiábamos experiencias. Fueron 15
días intensos.
El
testimonio de los cristianos perseguidos en la época soviética nos llegó
muy hondo. Un buen grupo se exilió a Estados Unidos. Otros habían sido
deportados. Los intelectuales fueron disgregados para que desapareciera la
cultura lituana y con ella la raíz cristiana de este pueblo.
Quedaban
los hermanos franciscanos para relatar las torturas y el
hostigamiento a que habían sido sometidos. Pero veías que en medio de aquella
historia real habían surgido vocaciones más fuertes.
Visitas a las familias
El
proyecto arrancó y logramos que hubiera muchas personas lituanas que se
involucraran. Se hacían visitas a las familias y se podía hablar con
ellas con gestos, música, cariño y con el tiempo algo de traducción al lituano.
Regresé en 1993 y 1994, y la transformación fue rápida: las raíces
cristianas de Lituania rebrotaron, aunque también el materialismo de Occidente
y las bases del comunismo.
Después
del verano del 91, muchos padres de jóvenes universitarias me preguntaban qué
sentido tenía hacer un voluntariado en el extranjero. ¿Por qué hay que hacer
miles de kilómetros?
Siempre
respondo que irte tan lejos para ser voluntaria te cambia. A la
vuelta, cada momento de tu día se convierte en una ocasión de ayudar a los
demás. A veces es necesario viajar y marcharse lejos para descubrir lo que
tienes alrededor (y lo que llevas dentro).
El
viaje del voluntariado te ayuda a reflexionar, a estar más contigo misma y a
interiorizar sobre el sentido de tu vida. A rezar y a descubrir la hondura de
la fe.
Efectivamente,
mi aportación no cambió la situación global de Lituania, pero Lituania sí me
cambió a mí. Y eso es lo que creo que hay que buscar en el voluntariado: servir
a los demás, porque lo siguiente llega como un proceso de transformación
personal.
Conozco
a muchas personas que después de hacer un voluntariado en verano decidieron
dar otra orientación profesional a su vida, más de servicio. Otras muchas
siguen haciendo voluntariado en su ciudad.
No
hace falta que diga que, si me preguntan qué valoración hago de todo aquello,
diré que aquel verano y los dos siguientes que estuve en Lituania fueron una
de las experiencias que más han cambiado mi vida. Haber pasado por eso me ha
ayudado a entender mejor muchas de las cosas que llegarían después, en todos
los campos. Sin duda, me ayudó a madurar.
Si
alguien siente la inquietud de viajar y hacer un voluntariado, que no lo dude.
Aquí
tienen webs donde pueden encontrar sugerencias:
Voluntariado
de apoyo a los misioneros en los 5 continentes: Obras
Misionales Pontificias
Voluntariado
en Costa de Marfil: Colegio Mayor Bonaigua
Voluntariado
en Uganda, Tánger y Vietnam: Colegio Mayor Pedralbes.
Cooperación
Internacional en Guatemala, Honduras, Perú, Kenia, Rumanía, Camerún, Congo,
Costa de Marfil…: Universidad de Navarra.
Dolors
Massot
Fuente:
Aleteia