“El Domund cambia el mundo, yo lo he visto” Cristina López Schlichting
Cristina López Schlichting |
Excmo. y Rvdmo. Sr. Obispo
Auxiliar de Valladolid, D. Luis Javier Argüello García; Sr. Subdirector
Nacional de las Obras Misionales Pontificias, D. José María Calderón Castro;
autoridades; misioneros presentes; señoras y señores:
In memoriam
Me gustaría que este Domund
2018 se inaugurase en nombre de Anastasio Gil. La joya de la corona de las
Obras Misionales Pontificias son los 12.000 misioneros españoles repartidos por
el mundo, pero no menor importancia tienen sus amigos y benefactores. Anastasio
ha dado todas sus energías por los misioneros. El Director Nacional de las OMP,
que acaba de morir, tuvo mil funciones organizativas, pero hizo dos cosas
excepcionalmente. La primera, venerar con un respeto absoluto cada céntimo que
entraba para las misiones, ahorrando hasta la extenuación. Y, segunda, darnos
sin tregua la lata a los periodistas para hacer visibles a los misioneros en
los medios.
En estos días en que
recordábamos su figura, he contado que cada año sonaba el teléfono o entraba un whatsapp de
Anastasio: “—Cristina… —Dime, Anastasio. —El artículo…”; y yo me ponía a ello,
porque no admitía discusión. Unas veces rememoraba mi educación con las
hermanas mercedarias de la Caridad y nuestras aventuras de niñas que salían a
postular por las calles de la ciudad (no se pueden imaginar lo emocionante que
puede ser para una cría asumir semejante responsabilidad; cómo te “faja” la
respuesta imprevisible de los transeúntes, cómo te ayuda a tomar conciencia de
que no estás sola en el globo, que hay otros que necesitan tu ayuda). Otras
veces rememoraba misioneros concretos, que he conocido a lo largo de mi vida. O
me preguntaba sobre las razones profundas que llevan a una persona cómodamente
criada en Occidente a dejar casa y familia y marcharse para siempre a los confines
del mundo.
Para mí, el Domund estará ya
siempre unido a la memoria de ese cura enjuto y alegre, tenaz como la gota
malaya, que se llamó Anastasio Gil. Y tengo para mí que, en este primer año que
nos falta y en que ha cogido los trastos de matar José María Calderón, se está
sonriendo pícaramente en el cielo, porque en esta ocasión no solo me ha sacado
un artículo o una entrevista en la radio, sino que me tiene aquí, de pregonera
del Domund. No sé cómo te las arreglas, Anastasio, que ni difunto paras.
Misioneros y periodistas
Pocos gremios tan
familiarizados con los misioneros como el de los periodistas; en particular,
los reporteros que hemos hecho información internacional. Para nosotros es
habitual toparnos con ellos en los cuatro puntos cardinales y muy especialmente
donde hay noticias. Podría trazar un mapamundi poniendo sobre cada país del
globo el rostro de un misionero. En la guerra civil de Albania conocí a la
franciscana Caterina; en Argel, a las agustinas misioneras; en Calcuta, a las
misioneras de la Caridad… Da igual la gravedad del suceso o las extremas
condiciones de vida: donde ya no queda un organismo internacional, cuando han
huido hasta las ONGs, siempre hay un misionero. Son un anclaje con el terreno y
una fuente de noticias indispensable.
Cuando comencé a trabajar en
la prensa, con 22 años, los misioneros españoles eran 25.000; hoy ya solo
quedan 12.000. Habría que reflexionar sobre ello. Fue en los años 90 cuando más
me topé con ellos sobre el terreno y suscitaron mi curiosidad. Buen ejemplo fue
mi amistad con el burgalés Ignacio García Alonso. Yo planeaba realizar un
reportaje sobre los tuaregs y, con muchas dificultades en la línea, llamé al
centro de formación profesional que los hermanos de La Salle tienen en Niamey,
la capital de Níger. “—Brrr, bip, brmmm, bip, bip, bip. —Oiga, ¿está Ignacio
García? —Soy yo, ¿en qué puedo ayudarte? —Hola, mire, es que me gustaría ir a
Níger para hacer un reportaje y necesito hablar con alguien que lleve un tiempo
por allí. —Yo llevo un tiempo. —¿Cuánto, conoce la zona? —Unos treinta años (un
cooperante considera que dos, cinco años en un sitio son bastantes; esta gente
cuenta las estancias por décadas). —Yo quería ir al norte,
hacia territorio tuareg. ¿Es peligroso? —¡Oh, no, no, ya no! Se sube acompañando
a los convoyes militares y la vida ya no peligra como antes. —Pero ¿hay
ataques? —Bueno, pero como mucho te quitan el jeep (insisto,
son gente especial). —Hermano, ¿qué me dice del clima? —Ahora
es muy bueno. —¿Qué temperatura tienen? —Ahora solo 45 o 46 grados (empecé
a sudar)”.
Nunca llegué a realizar aquel
viaje, pero, asombrada por el optimismo imbatible de aquel hombre, comí con él
cuando visitó España. Setas, creo recordar. Los momentos importantes de la vida
dejan extrañas improntas en la memoria: una luz determinada, una inflexión de
voz, un ingrediente de la comida. Ignacio era un hombre de metro setenta, de 55
años, muy delgado, sencillo, divertido. Era el menor de nueve hermanos y de
niño había sido monaguillo en su pueblo, Pedrosa del Río Urgel. Cuando tenía 13
años, un religioso de La Salle habló en su escuela y pidió vocaciones. Él
levantó la mano. “No sé por qué lo hice —me confesó—, es un misterio. Luego,
con el tiempo, fui desbrozando la llamada —desbrozando, qué
bonita palabra— y eligiéndola día a día, porque esto es día a día, ¿sabe? Como
el matrimonio”. Tenía una forma natural y campesina de exponer las cosas.
Ocho años más tarde, metida
ya en las lides de la radio en COPE, un titular me golpeó el alma: “Asesinado a
machetazos un misionero burgalés en Burkina Faso”. No quería creerlo y, además
—me agarré a un clavo ardiendo—, no era el mismo país. Comprobé los datos; el
nombre coincidía, Ignacio García Alonso. La letra pequeña explicaba que se
había trasladado de Níger a Burkina Faso, que estaba dirigiendo una escuela de
formación laboral y un plan de formación agrícola para jóvenes. Era él. Ignacio
había tenido que expulsar a un chico que había robado varias veces en la
escuela. Se sospechaba que alguien del entorno del menor se había vengado.
También
se precisaba que el cuerpo estaba desfigurado, y el cráneo, destruido. Me
vinieron a la memoria las palabras que me había dicho: “Yo estoy donde Cristo
me pide que esté. Con sus fuerzas, claro, porque, si no, me resultaría
imposible”. Le había preguntado por qué no regresaba a casa: “Sigo una llamada
—me contestó—, no una idea ni un código moral. Cristo es una persona viva y
mantengo una relación con Él. Es mi respuesta personal a una llamada personal.
Y no la cambiaría por nada”. Enterraron a mi amigo Ignacio en un cementerio de
los hermanos de las Escuelas Cristianas en África. Cada vez que escribo del
Domund, se me agolpan los recuerdos y las preguntas.
Cambian el mundo
Aunque casi todos nosotros
llevamos una existencia burguesa, no resulta imposible imaginar que un joven
apasionado se sume a un partido, con ánimo de mejorar las cosas, o se enrole en
determinada causa, sobre todo si además estimula su narcisismo, sus ganas de
viajar e incluso su bolsillo. Casi todos conocemos a gente así. Sin embargo, es
totalmente distinto que alguien entregue la vida entera gratis, en completo
anonimato, por amor. Tengo una amiga mallorquina, una joven misionera de 42
años que ahora está en el Congo. Se llama Victoria Braquehais y pertenece a la
congregación Pureza de María. Es interesante comprobar que se expresa como
Ignacio García Alonso. Ella también se refiere a la “llamada de Jesús”. “Mi
casa —me escribe— no es mi país, mi casa es el mundo. Todo ser humano es mi
hermano”. A Victoria esta vida parece garantizarle una gran frescura, una
capacidad renovada de escucha. “La clave —dice— es vivir como una novia
desposada con el asombro”.
A menudo me manda pequeñas
biografías o fotos: niños que se debaten entre la vida y la muerte tras un
parto prematuro, críos que vuelven de las minas de oro. “Ayer vino —escribe en
su última nota— un niño nuevo, se llama Espoir. Su padre es policía (aquí les
pagan muy mal, nada, o salarios bajísimos que no dan para nada). Huyeron de la
guerra en la provincia de Kasai. Los rebeldes quemaron su escuela, atacaron sus
casas. Huyeron con lo puesto. Estuve mucho rato con Espoir y su padre. Luego
les enseñé el cole. Les encantó. La cara de Espoir iba cambiando… Al principio
no miraba, tenía la cabeza baja… Se fue sonriendo y feliz. ¡Espoir está
deseando empezar! Me dijo: «¡Yo puedo venir ya, tengo mi nuevo uniforme!».
Tiene una mirada muy limpia. Y una presencia muy serena. Transmite paz. Está
deseando aprender. Espoir («Esperanza»)…, ¡qué
nombre tan bonito!”. Miren, yo no sé por qué está Victoria en el Congo, pero sí
sé que a mí me gustaría que la maestra tuviese una mirada así sobre mi persona.
¡Me impulsaría como un cohete!
Trabajando día a día en la
sombra, en su nuevo hogar que es el mundo, estos misioneros cambian lo que les
rodea. Hasta extremos difícilmente calculables. Recuerdo haber visitado
Nicaragua con motivo del terremoto de Honduras, por el desastre del volcán
Casitas. El lodo desplazado por el volcán había cubierto granjas, cortijos,
apriscos y arrollado todo a su paso, con enorme mortandad. Me alojaba en
Managua, porque en la zona afectada no había quedado una casa en pie. Cada
equipo de prensa había contratado un chófer experto, capaz de conducir por
caminos imposibles, que nos recogía en el hotel cada mañana y nos desplazaba
cientos de kilómetros. La puntualidad no es una de las virtudes de los
nicaragüenses y aquellos hombres parecían rivalizar en llegar cada cual más
tarde. Como el trayecto era largo, se perdían muchas horas de trabajo.
Americanos y británicos se desesperaban.
El único que llegaba a su
hora, en punto como un reloj, era el hombre que me ayudaba a mí. Me contó que
era huérfano de padre y madre y que había sido recogido en una parroquia por un
misionero agustino español. “Nos enseñó a ser hombres y amar nuestro trabajo
—me dijo—, y nos explicó que un trabajo bien hecho empieza por la puntualidad.
Él hizo de mí lo que soy, me sacó de la calle y nunca lo olvidaré”. Para una
periodista española, tan alejada de casa, con tanto dolor y muerte alrededor, la
memoria de aquel religioso español que pervivía en Nicaragua resultaba
conmovedora. Los judíos dicen que “quien salva una vida salva el mundo entero”.
Creo que tienen razón.
El misionero afirma la
dignidad de la persona, toda persona, independientemente de su color, su
nacionalidad o su fe. Me acuerdo en este punto de Teresa de Calcuta, que
instaba a los hindúes a ser mejores hindúes, a los musulmanes a seguir mejor al
Profeta, a los budistas a ser perfectos budistas. También decía: “Podéis
llamarlo como queráis. Yo lo llamo Jesús”. Ella percibía con claridad la
nostalgia que alberga el corazón de cada uno de nosotros. Por la Madre Teresa
rezaron en su funeral —que tuve el honor de cubrir— hindúes, musulmanes, sijs o
zoroastrianos, y no porque ella relativizase su catolicismo, sino porque
respetaba y alentaba a las personas desde el núcleo mismo de su identidad,
desde el respeto a sus respectivas creencias.
¿Es posible vivir así?
Tal vez mi amigo Ignacio
García Alonso no muriese asesinado. A lo mejor…, tal vez es que le pidieron la
vida por África, y la dio, libremente. Me he topado con esta experiencia en
Argelia, por ejemplo, donde el fundamentalismo islámico asesinó, entre 1994 y
1996, a 19 religiosos y religiosas que —atención— decidieron conscientemente
quedarse allí cuando arreciaron los ataques del GIA (Grupo Islámico Armado). No
querían dejar solos a los argelinos.
Como todas las religiosas de
la congregación de las hermanas agustinas misioneras, Caridad Álvarez y Esther
Paniagua hicieron un discernimiento comunitario. Así lo cuenta María Jesús
Rodríguez, entonces provincial: “Fui testigo de una experiencia de fe única, en
la que cada hermana se fue expresando. No eran ilusas, ni ajenas a la situación
de violencia que se vivía. Pero cada una de ellas fue diciendo que se quedaba
en Argel”. La tarde del 23 de octubre de 1994, Cari y Esther cayeron
acribilladas en la calle por sendos disparos de un joven islamista. Formaron
parte de un grupo de personas que van a ser beatificadas por la masacre de
Argelia, entre ellas el obispo de Orán, Pierre Claverie, y los monjes trapenses
franceses de Tibhirine, secuestrados en su monasterio de Santa María del Atlas,
sobre los que después se rodaría la película De dioses y hombres.
Ellos también habían decidido
libre e individualmente quedarse. Habían desarrollado una profunda amistad con
los habitantes del pueblo y un foro de diálogo islámico-cristiano llamado Ribat
es Salam (“Vínculo de Paz”), que desafiaba la simplificación que del islam
hacía el fundamentalismo. Buscaba en el islam una parte del rostro de Cristo.
Pocos textos más hermosos que el testamento espiritual que dejó el prior
trapense, Christian de Chergé:
“Si me sucediera un día —y
ese día podría ser hoy— ser víctima del terrorismo […], yo quisiera que mi
comunidad, mi Iglesia, mi familia, recuerden que mi vida estaba entregada a
Dios y a este país. Mi muerte, evidentemente, parecerá dar la razón a los que
me han tratado, a la ligera, de ingenuo o de idealista: «¡Que diga ahora lo que
piensa de esto!». Pero han de saber que por fin será colmada mi más
punzante curiosidad. Entonces podré, si Dios así lo quiere, hundir mi
mirada en la del Padre para contemplar con Él a sus hijos del islam tal como Él
los ve, enteramente iluminados por la gloria de Cristo, frutos de su Pasión,
inundados por el don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre establecer la
comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias. Por esta vida
perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios, que parece
haberla querido enteramente para este gozo, contra y a pesar de todo. En este
gracias en el que está todo dicho, definitivamente, sobre mi vida, os incluyo,
por supuesto, a los amigos de ayer y hoy, y a vosotros, los amigos de aquí, con
mi madre y mi padre, mis hermanas y hermanos y los vuestros, ¡el ciento por
uno, como fue prometido!
Y a ti también, amigo del
último instante, que no habrás sabido lo que hacías. Sí, para ti también quiero
este gracias, y este «a-dios» en cuyo rostro te contemplo”.
A continuación viene el
párrafo más asombroso, a mi juicio: “Y que nos sea concedido reencontrarnos
como ladrones felices en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, tuyo
y mío. Amén. Insha’allah («así sea, si Dios quiere»).
Tibhirine, 1 de enero de 1994”.
Tibhirine, 1 de enero de 1994”.
Este hombre no solo perdona,
es que aspira a reencontrarse en la felicidad eterna con el hombre que le quitó
la vida. ¿Hay mayor caridad?
Queridos amigos, celebremos
el Domund y promovámoslo con esta conciencia. Los misioneros no son gente
ingenua, pobres palurdos de épocas pasadas. Tampoco son filántropos, u hombres
y mujeres que luchan simplemente por la justicia universal (cosa que también
hacen). No, el suyo es un testimonio revolucionario de la verdad profunda que
es la de todos. Son seres humanos que van hasta el fondo de sí mismos y
regresan con una mirada enamorada que les hace reconocer, con una profundidad
abismal, la dignidad de los otros. Entregan todo porque reciben todo. Existen
para restablecer la estatura del ser humano. También la nuestra. El Domund
cambia el mundo, yo lo he visto. Que nos cambie en 2018 a nosotros.
Gracias.
Fuente:
Obras Misionales Pontificias