Cuando en nuestras comunidades languidece la vida cristiana en todas sus manifestaciones, la realidad misma de las misiones se ve alejada y se juzga irrelevante
Dios
Padre nos ha elegido en su Hijo Jesucristo y nos ha destinado para que en el
Espíritu Santo demos frutos de vida, que sean abundantes y duraderos.
El
Padre se ha compadecido de nosotros al vernos como sarmientos secos, que sólo valen como leña para el fuego del
invierno. Nos injertó en su Hijo
Jesucristo, Vid verdadera, para que
empezáramos a producir frutos en el
Espíritu Santo. La delicada operación del injerto ocurría el día de nuestro
bautismo y desde ese día corre en nosotros savia
divina. En aquel día feliz Cristo compartió con nosotros lo mejor de sí: su
vida divina. Y así nos aportó los nutrientes
necesarios para producir uvas de la
mejor calidad.
Incorporados
a Cristo, hijos del Padre y marcados con el sello del Espíritu Santo, se espera
de nosotros realicemos toda clase de obras buenas. Y la mejor de estas obras,
aquélla que mayor gloria da a Dios y mayor bien reporta a los demás, es
compartir con los hombres y mujeres de cerca y de lejos la salvación recibida,
para que ellos, como sarmientos, sean
injertados en Cristo, Vid verdadera,
y perciban cómo corre en ellos savia
divina y cómo pueden también ellos producir frutos
de vida, abundantes y duraderos.
La
unión con Cristo es condición indispensable para producir frutos de vida
eterna.
Si en
el sarmiento encontramos las uvas que
buscamos es porque permanece unido a la cepa.
La capacidad de realizar las buenas obras, que de nosotros se esperan, depende
del vigor de nuestra unión con Cristo. La misma obra misionera, su impulso y
pujanza, dependen del grado de unidad que los miembros de la Iglesia mantengan
con Cristo Cabeza. Romper con Cristo es negarnos toda posibilidad de futuro y
hacer inoperante la misma vida divina en nosotros. Cuando en nuestras
comunidades cristianas disminuye el entusiasmo misionero es porque en ellas se
da con seguridad un déficit de vida religiosa, espiritual y sacramental.
Todos
tenemos experiencia que, viviendo en la amistad y gracia de Cristo, la fuerza
del Espíritu produce en nosotros amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad,
bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí... Y cuando rompemos con Él,
brotan por doquier en nosotros odios, sensualidades, discordias, impurezas,
celos, iras, rencillas, divisiones, envidias... Las mismas comunidades
cristianas tienen experiencia de la relación que se da entre la unión con
Cristo y el dinamismo misionero.
Si se da tal unión, surgen vocaciones
misioneras; se reza por y se colabora con los misioneros; hay interés creciente
por la realidad de las misiones y se ofrecen sacrificios por el éxito de sus
empresas. Cuando en nuestras comunidades languidece la vida cristiana en todas
sus manifestaciones, la realidad misma de las misiones se ve alejada y se juzga
irrelevante.
La
unión con Cristo se inicia, se mantiene, se fortalece y se restaura poniendo
los medios adecuados.
Y
esto vale para los creyentes en particular y para las comunidades cristianas en
general. Orar, leer la Palabra de Dios, recibir con frecuencia los Sacramentos,
sentir con la Iglesia y acompasar el paso al ritmo que marcan los Pastores son
los medios de hoy y de siempre para iniciar, mantener, fortalecer o restaurar
la unión de vida con Cristo de cristianos y de comunidades.
Uno y
el mismo es el Señor, que a todos ha llamado a la santidad de vida y a la
misión. Ambas llamadas están íntimamente relacionadas. No se pueden cumplir
disociando la una de la otra ni, mucho menos, enfrentándolas.
P. Lino Herrero Prieto CMM
Misionero
de Mariannhill