«Dios ha permitido la tragedia de mi vida para que
hoy pueda ofrecer esperanza a los que viven lo mismo que yo»
Mireille
Twayigira tiene 25 años. Llegó a Malawi como refugiada y ahora es médico
gracias a la escuela jesuita donde se graduó como una de las mejores
estudiantes del país. La semana pasada visitó Madrid con Entreculturas.
Son
las 13:30 horas de un caluroso día de junio. Mireille Twayigira lleva desde las
diez de la mañana atendiendo a los medios en un inglés increíblemente fluido
para ser una joven de 25 años que lleva huyendo y viviendo en campos de
refugiados desde los 2. Sonríe como si no hubieran pasado casi cuatro horas en
las que, una y otra vez, ha rememorado el calvario que ha sido su vida.
Eso
sí, con final feliz. «Vengo a contar una historia de esperanza, aunque lo único
que recuerde de mi infancia sean las cosas más dolorosas», como «cuando
teníamos que beber agua de ríos en los que flotaban cadáveres que teníamos que
sortear».
La
ruandesa, chiquitita de tamaño, explica que sufrió desnutrición durante muchos
años: «Apenas tenía pelo y mi estómago estaba siempre hinchado. Recuerdo cuando
llegamos a comer una serpiente quemada en un incendio para no morir de hambre».
Coincidiendo
con la celebración de la Jornada Mundial del Refugiado –instaurada para
recordar hechos como que hay 65 millones de refugiados en el mundo o que cerca
de 300.000 de las personas que huyen cada año de su país por guerras, miseria o
persecución son niños–, Twayigira explica que la vida del refugiado provoca
«tanta desesperación que llega un momento en el que ya no puedes ni llorar».
Pero con el tiempo «he entendido que Dios se ha valido de todo lo que ha pasado
para que yo pueda estar aquí, ofreciendo esperanza a las personas que, ahora
mismo, están viviendo lo mismo que yo».
Tenía
solo 2 años cuando el genocidio de Ruanda obligó a su familia a abandonar su
casa, dejando el cadáver del padre de familia y de la hermana pequeña atrás.
Junto a su madre, sus tíos, primos y abuelos llegaron a Burundi y de ahí a un
campo de refugiados en Congo, donde la guerra volvió a alcanzarlos. Tuvieron
que vivir durante muchos meses en el bosque, en la frontera con Angola. «Mi
madre y mi abuela no aguantaron», recuerda.
El regreso al campo de
refugiados
Cuando
llegó al campo de refugiados de Zambia su suerte comenzó a cambiar. «El
objetivo de mi abuelo era que yo pudiera ir a la escuela y allí por fin fue
posible. Me acuerdo de las clases bajo unos árboles». Pero faltaban todavía
algunos campamentos de paso antes de que Mireille, su abuelo y sus tíos
llegasen a Malawi, al campo de Dzaleka, donde encontraron un lugar en el que
quedarse. Los jesuitas tienen allí una de las mejores escuelas del país y
gracias al «coraje que aprendí de mi abuelo» –ya fallecido– la ruandesa se
convirtió en una de las seis mejores estudiantes de Malawi. «Cada tarde estudiaba
con una lámpara de parafina. ¿Sabes lo que es?», pregunta divertida.
Una
conocida radio organizó un evento para homenajear a estos seis estudiantes
modélicos. «Vino el embajador chino al acto y cuando nos conoció quiso becar a
tres para ir a la universidad en China. Yo no podía acceder a la beca porque no
estaba nacionalizada como malawiana, pero mi caso llegó a todos los medios de
comunicación y finalmente el mismo jefe de Estado firmó mi nacionalidad».
Mireille pensó en estudiar Arquitectura, «porque los chinos son una
referencia», pero «elegí Medicina porque quiero involucrarme en los
sufrimientos de la gente». Actualmente trabaja en el hospital público Queen
Elisabeth, al lado del campamento al que llegó como refugiada y que ahora
visita como médico.
Cristina
Sánchez Aguilar
Fuente:
Alfa y Omega