No les mueve un vago sentimiento de solidaridad o
filantropía. Lo que les mueve es el amor de Dios por todos. Quieren que la
feliz marea del amor de Dios, que ha bañado sus playas, alcance y bañe las
vidas de todos a los que evangelizan
Por ello, para ser buen misionero hay que crecer en la virtud teologal de la caridad hacia Dios y hacia el hermano, núcleo de la santidad cristiana.
No son pocas ni superficiales las fronteras, de toda índole,
que dividen, separan y enfrentan a los hombres y mujeres, habitantes de
un mismo mundo. Tales divisiones y enfrentamientos no entraban en lo que el Padre desde siempre quiso. Repararlas y
superarlas fue la misión del Hijo. Es
ahora el Espíritu Santo, quien anima a
la Iglesia para que continúe trabajando a favor de la unidad de todos los
pueblos.
Esta tarea de la Iglesia a favor de la unidad tiene su
origen en aquella fuente que es el corazón del Padre, que quiere salvar a todos los hombres (Cfr. AG,2; LG,2),
pero “no aisladamente, sin conexión
alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en
verdad y le sirviera santamente” (LG,9). El
Hijo fue enviado con la misión (Cfr. AG,3; LG,3)
de “reunir en uno todos los hijos de
Dios, que están dispersos” (Jn. 11,52).
Por ello, cuando fue
levantado en la cruz, atrajo a todos hacia sí (Cfr. Jn. 12,32). Con
el envío del Espíritu Santo (Cfr. AG,4; LG,4)
comienza a realizarse plenamente la unificación del género humano, porque en la
mañana de Pentecostés (Cfr. Act. 2,1-12) se superó la dispersión de Babel (Cfr. Gn. 11,1-9). La
Iglesia es
ahora “un pueblo reunido en virtud
de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (San Cipriano), que se alza hoy como un signo que anticipa y, a
la par,
realiza la unidad de todos los hombres.
Este enfoque, así planteado, se asienta en tres apoyos, que aseguran su consistencia y estabilidad. Junto a Fraternidad hay que poner Filiación
y también Paternidad. Estas tres
magnitudes se implican mutuamente y cada una se explica desde las otras: Hermanos todos, porque somos Hijos de un
único y mismo Padre. La vocación, la vida, el trabajo y la razón de ser de
un misionero sólo adquieren inteligencia cabal desde estos tres referentes,
considerados de manera mancomunada.
Padre nuestro, que estás en
los cielos
Si los
misioneros se acercan a todo hombre y mujer, considerándolos como hermanos, es porque saben que
todos somos hijos del que llamamos Padre
nuestro. La buena noticia de la revelación bíblica no se agota en decir: Dios existe. Lo nuclear de esta
revelación estriba en anunciar que Dios
es Padre, que es Padre bueno y que es Padre
nuestro. Confesar que Dios es Padre implica crecer en conciencia de ser hijos
y avanzar en el compromiso de tratarnos como hermanos.
Con este
equipaje de fondo se va acercando el misionero a todos, consciente de trabajar
por una causa grande y de estar prestando en favor del hombre el mejor de los
servicios. El ser humano se cierra toda salida de futuro, si se plantea la
existencia al margen del Padre. La opción es clara: o beber agua de manantial - corriente, fresca y medicinal - o conformarse con el
agua de charcas fangosas, estancada y foco de infecciones. El ser humano es por
naturaleza menesteroso. El abanico de sus necesidades es bien amplio y variado. Mirando a cubrirlas, en
el fondo lo que el hombre busca es razón y sentido para su vida. Frente a
Dios Padre, que se ofrece como pan verdadero, capaz de saciar el hambre radical del hombre, los
ídolos, que por su naturaleza son vacío y mentira, ofrecen migajas de un pan
inconsistente.
Dios Padre, en cambio, se convierte en la mejor herencia que al hombre le
puede tocar en suerte. En cuanto Padre, crea y cuida: su aliento da la vida, el
ritmo de su corazón marca el movimiento del mundo. En cuanto Padre, se ha comprometido
con el hombre de tal forma que la infidelidad de éste no anula en nada su
permanente fidelidad. En cuanto Padre, no es propiedad exclusiva de ningún pueblo, raza,
cultura o grupo social. En cuanto Padre, todo lo nuestro le llega, atañe y conmueve, pues en su corazón
cabemos todos.
Hijos todos en el Hijo Unigénito
Si de Dios
confesamos su paternidad es porque desde siempre ha gozado junto a sí de la
presencia de su Hijo Unigénito, fiel
reflejo suyo y de su misma naturaleza. Éste ha sido el Hijo que se nos ha dado.
Entregándonos al Hijo, ha querido el Padre ser Emmanuel. Y a nosotros se nos acercó, pidiendo permiso
para entrar. Llamó y una doncella nazarena le abrió las puertas de su libertad
y las puertas de todo lo nuestro. El Padre, gracias al Hijo, se nos hace
presente y, a la par, cercano. Ha venido y ha permanecido. Por el Hijo tenemos ahora al Padre
en nuestra orilla. En nuestro campamento Dios ha plantado una tienda: su Hijo.
Y ésta es la Tienda del
encuentro, donde el Padre y los hombres se pueden encuentrar.
La venida del
Hijo tiene por objeto cumplir con el deseo-voluntad, que desde siempre el
Padre había guardado en su corazón: adoptar como hijos a todos. No era
suficiente devolvernos la amistad perdida, pues de lo que se trataba era de meternos en la propia familia de Dios. Cada bautismo que en las
misiones se celebra es el milagro de un derroche, indicio de una desproporción: la vida de Dios empieza a correr por las
venas del alma y el bautizado viene a ser hijo
de Dios en el Hijo.
Esta condición
de tal no es algo temporal o transitorio: está llamada a durar para siempre.
Empezando aquí, el milagro de la filiación divina mira a alcanzar su plenitud
allá. El Primogénito nos precede y acompaña a todos hacia el lugar donde se nos
espera. Dios Padre ha preparado un banquete y el Hijo ha venido a invitarnos a todos.
Todos nosotros somos hermanos
La buena
noticia de la paternidad universal de Dios, el haber sido llamados todos a ser
hijos suyos en su Unigénito, fundamenta con solidez el poder hablar de la fraternidad del género humano. No todos
saben ni viven su ser hijos del Padre. Los misioneros ofrecen a todos las
razones más sólidas para hacer que las relaciones humanas sean, en verdad, fraternas.
El sueño del
Padre no ha concluido, ya que quiere que sus hijos sean misioneros suyos en favor de los hermanos. De
sus hijos espera el Padre que vayan adquiriendo un corazón a la medida del
suyo, para aceptar, compartir y tratar a todos como hermanos. Se trata de ir
usando con todos la misma medida generosa y amplia que el Padre usa de continuo
con todos. El Padre nos quiere puentes y no diques, lanzando redes y no
cortándolas.
Ante los demás
caben dos actitudes: pasar de ellos y de sus cosas o pararnos y complicarnos la
vida. La primera actitud puede quedar justificada mediante excusas, pero nunca
con razones. La segunda actitud implica no pasar de largo y complicarse. Aunque
aparentemente los misioneros realizan tareas y actividades en favor de los
hermanos más necesitados, parecidas a las de otros, las motivaciones son
ciertamente distintas. La fraternidad universal cristiana no se apoya en
ninguna filosofía ni puede ser explicada considerando a la Iglesia como una
super ONG del desarrollo y de la solidaridad.
La fraternidad
universal que proponen los misioneros se apoya en principios según los cuales
es mejor dar que recibir; que el otro lleva impresa la imagen de Dios; que al
otro hay que hacer lo que nos gustaría nos hicieran; que el bien realizado
repercute en beneficio de uno propio; que al ocuparnos del otro, nuestros
problemas adquieren su justa medida; que cuanto más damos, más tenemos; que el
otro es mi hermano; que amando al prójimo comparto el amor que Dios primero y
previamente puso en mí.
Expuestas así
las cosas, con esta amplitud de horizontes, ¡qué pobre sería considerar a la Iglesia como una
sociedad filantrópica internacional y a sus misioneros como agentes de
voluntariado social! Por más atrayente que parezca, este planteamiento está a años luz de la
naturaleza de la Iglesia y de lo que los misioneros traen entre manos. Si los
misioneros se hacen hermanos de todos
y promueven la fraternidad entre los
hombres es porque creen que Dios es Padre
de todos y en su Unigénito todos hemos venido a ser hijos e hijas de Dios.
P. Lino
Herrero Prieto CMM
Misionero de Mariannhill