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27 de octubre de 2014

LA ALEGRÍA DE SER MISIONERO

El Papa Francisco ha invitado en su Mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones a renovar la alegría del discípulo misionero.


Para ello evoca el diálogo que Jesús mantiene con sus discípulos, una vez han retornado de sus primeras correrías apostólicas, que narra el Evangelio de Lucas (Lc 10, 21-23). “Después de cumplir con esta misión de anuncio, los discípulos volvieron llenos de alegría: la alegría es un tema dominante de esta primera e inolvidable experiencia misionera. El Maestro Divino les dijo: «No estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo»”.


La alegría de aquellos primeros evangelizadores se fundamenta en el poder, más que en el ser. Están llenos de sí mismos y de su capacidad de gestión. El éxito les está impidiendo hacer referencia al origen de su misión. Jesús, después de escucharles con atención, de  alguna manera les agradece el  servicio prestado, pero les hace ver que el motivo y la razón de su alegría no es “tanto por el poder recibido, cuanto por el amor recibido”. En su conversación les reconduce al verdadero origen de la alegría: reconocimiento, gratitud y gozo porque el Padre ha decidido amar a los hombres con el mismo amor con que le ha amado a Él como Hijo. Esta alegría de Jesús es el signo de que ha llegado el Reino de Dios, porque “los ciegos ven y los cojos andan... y los pobres son evangelizados” (Mt 11,5).

Para vivir la verdadera alegría es necesario dejar “espacio” a Dios. Solo a los “pequeños”, los humildes, los sencillos, los pobres, los marginados, los sin voz, los que están cansados y oprimidos, Jesús les reconoce como “dichosos”, como es el caso –dice Francisco– de María y José, de los pescadores de Galilea y de los discípulos de Jesús, que no se dejan seducir por la autocomplacencia y la presunción. Son los que, en definitiva, dejan “espacio a Dios”. Evangelii gaudium da alguna pista para comprender este mensaje: “El Señor se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos. Pero luego dice a sus discípulos: «Seréis felices si hacéis esto» (Jn 13,17)”; es el misionero que “se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo” (n. 24).

Sin embargo, nos acechan el individualismo, las crisis de identidad, la disminución del fervor, cierto derrotismo, un cansancio que va mellando nuestras fuerzas físicas y espirituales, cuando se está muy cerca de las llagas de los pobres y enfermos, de los oprimidos y maltratados, de las víctimas de familias desintegradas, de los que se dejan seducir por las drogas o por la violencia, de los que rechazan lo religioso y pierden todo sentido de la vida. 
¿Cómo hacer renacer la alegría en estos ámbitos? La Iglesia es un “hospital de campaña” –dice el papa Francisco–, cuya medicina mejor es el amor misericordioso, que a todos abraza, a ninguno excluye, a todos llama a la sanación. Solo implorando día a día la gracia del Señor, que se irradia por los sacramentos, que se cultiva en la oración y que se manifiesta en el amor lleno de misericordia y ternura hacia quienes nos han sido confiados, y especialmente los más  pobres, reviviremos la alegría de ser misioneros. Solo así reviviremos la alegría de nuestro primer “sí”, como el de María; la alegría de nuestra primera respuesta a la vocación de ser misioneros.



Anastasio Gil,


 Director Nacional de OMP