El Papa Francisco ha invitado en su Mensaje para la Jornada Mundial de las
Misiones a renovar la alegría del discípulo misionero.
La
alegría de aquellos primeros evangelizadores se fundamenta en el poder, más
que en el ser. Están llenos de sí mismos y de su capacidad de gestión. El éxito
les está impidiendo hacer referencia al origen de su misión. Jesús, después de
escucharles con atención, de alguna manera les agradece el servicio prestado,
pero les hace ver que el motivo y la razón de su alegría no es “tanto por el
poder recibido, cuanto por el amor recibido”. En su conversación les reconduce
al verdadero origen de la alegría: reconocimiento, gratitud
y gozo porque el Padre ha decidido amar a los hombres con el mismo amor con
que le ha amado a Él como Hijo. Esta alegría de Jesús es el signo de que ha
llegado el Reino de Dios, porque “los ciegos ven y los cojos andan... y los
pobres son evangelizados” (Mt 11,5).
Para
vivir la verdadera alegría es necesario dejar “espacio” a Dios. Solo a los
“pequeños”, los humildes, los sencillos, los pobres, los marginados, los sin
voz, los que están cansados y oprimidos, Jesús les reconoce como “dichosos”,
como es el caso –dice Francisco– de María y José, de los pescadores de Galilea y
de los discípulos de Jesús, que no se dejan seducir por la autocomplacencia y la
presunción. Son los que, en definitiva, dejan “espacio a Dios”. Evangelii
gaudium da alguna pista para comprender este mensaje: “El
Señor se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los
demás para lavarlos. Pero luego dice a sus discípulos: «Seréis felices si hacéis
esto» (Jn 13,17)”; es el misionero que “se mete con obras y gestos en
la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la
humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente
de Cristo en el pueblo” (n. 24).
Sin
embargo, nos acechan el individualismo, las crisis de identidad, la disminución
del fervor, cierto derrotismo, un cansancio que va mellando nuestras fuerzas
físicas y espirituales, cuando se está muy cerca de las llagas de los pobres y
enfermos, de los oprimidos y maltratados, de las víctimas de familias
desintegradas, de los que se dejan seducir por las drogas o por la violencia, de
los que rechazan lo religioso y pierden todo sentido de la
vida.
¿Cómo hacer renacer la alegría en estos ámbitos? La Iglesia es un “hospital de campaña” –dice el papa Francisco–, cuya medicina mejor es el amor misericordioso, que a todos abraza, a ninguno excluye, a todos llama a la sanación. Solo implorando día a día la gracia del Señor, que se irradia por los sacramentos, que se cultiva en la oración y que se manifiesta en el amor lleno de misericordia y ternura hacia quienes nos han sido confiados, y especialmente los más pobres, reviviremos la alegría de ser misioneros. Solo así reviviremos la alegría de nuestro primer “sí”, como el de María; la alegría de nuestra primera respuesta a la vocación de ser misioneros.
¿Cómo hacer renacer la alegría en estos ámbitos? La Iglesia es un “hospital de campaña” –dice el papa Francisco–, cuya medicina mejor es el amor misericordioso, que a todos abraza, a ninguno excluye, a todos llama a la sanación. Solo implorando día a día la gracia del Señor, que se irradia por los sacramentos, que se cultiva en la oración y que se manifiesta en el amor lleno de misericordia y ternura hacia quienes nos han sido confiados, y especialmente los más pobres, reviviremos la alegría de ser misioneros. Solo así reviviremos la alegría de nuestro primer “sí”, como el de María; la alegría de nuestra primera respuesta a la vocación de ser misioneros.
Anastasio
Gil,
Director Nacional de
OMP