La Iglesia
celebra el Triduo Pascual que nos recuerda el Amor sin medida de Jesús que se
entrega por nosotros
El Jueves Santo se abre con esta afirmación del
evangelista san Juan: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los
amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Jesús en este momento supremo de su vida se
manifiesta como aquél que solamente sabe amar a los suyos y amar hasta el
extremo. Él ha llamado a sus discípulos y les ha ido transmitiendo más que una
doctrina o un estilo de vida, les ha dado todo su ser con un amor
inconmensurable.
De mil maneras Jesús les ha ido dando a conocer el amor del
Padre, hecho carne en sus gestos, sus palabras, sus acciones… en todo su ser.
En el Jueves santo, en la intimidad de la Última Cena, Jesús abre de par en par
su corazón y les ama hasta el extremo.
El gesto en sí, aunque humillante, es
sencillo. Lavar los pies era cosa de esclavos y por eso los discípulos no lo
entienden. Jesús lo hace con plena conciencia y sobre todo como un símbolo que
-inseparable de la institución de la Eucaristía- posteriormente les va a dar a
conocer quién es él plenamente. Jesús es el Hijo de Dios hecho carne que se
entrega por cada uno de nosotros. No hay amor más grande que el que da la vida
por sus amigos (cf. Jn 15,13). Los discípulos lo comprendieron después y desde
entonces la misión de la Iglesia tiene en el amor universal, sin discriminación
alguna, el sello de su autenticidad: “Este es mi mandamiento: que os améis unos
a otros como yo os he amado” (Jn 15,12).
El Viernes Santo es como
la otra cara de la moneda: un amor tan grande no es siempre comprendido y
acogido. El amor no se impone, por eso, corre el riesgo del rechazo.
Precisamente el amor de Jesús es hasta el extremo porque no se echa atrás ante
la incomprensión, la frialdad del corazón, la envidia, la traición, etc. Su
determinación es firme y su amor eterno. El Viernes Santo es la puesta a prueba
de los corazones. En este día Jesús se muestra como un corazón firme en el
amor, que no teme el dolor, ni el sufrimiento físico o moral, ni la traición ni
la muerte. En el Viernes santo se nos invita a abrir nuestro corazón para ver
hasta qué punto acoge o rechaza el amor de Dios.
Jesús no juzga a nadie, sino
que a todos justifica, acoge y perdona. Nosotros estamos llamados a dar el paso
al frente para ponernos ante la Cruz de Jesús y ante ella humildemente
reconocer la necesidad que tenemos que sane nuestro corazón lastimado por la
falta de amor para amar como somos amados por él: “Verdaderamente este hombre
era Hijo de Dios” (Mc 15,39). Para la Iglesia es un día grande y solemne; un día
de luto, aunque también de esperanza.
El Viernes Santo es el día en que la
Iglesia debe recordarse que en su misión de llevar el amor de Dios a los demás
no puede acomplejarse ante los retos, ni dejarse atemorizar por el rechazo y
mucho menos rechazar a quien le rechaza. El amor hasta el extremo de Jesús ha
ido más allá de todas esas limitaciones humanas y la Iglesia en su misión tiene
que poner su esperanza en la Cruz de Cristo para salir al encuentro de todas
las pobrezas y miserias humanas: materiales, morales y espirituales.
El Sábado Santo es el
día del gran silencio, del silencio que proviene no del temor sino del amor.
Los discípulos se mantenían a distancia del sepulcro por miedo, pero María
Magdalena y las otras mujeres -impulsadas por su amor a Jesús- esperaban con
ansia que pasara el sábado para ir al sepulcro. Este debe ser el silencio
respetuoso que la Iglesia debe mantener ante las incertezas que supone el
ejercicio de su misión en el mundo de hoy. La Iglesia no tiene recetas para
todo y demasiadas situaciones humanas -personales y sociales- son muy
complejas. En muchos casos es mejor callar y esperar confiadamente. Callar no
por miedo, sino con el corazón anhelante que el Señor dé pruebas de que vive.
El amor no se resigna ante la impotencia, es imaginativo y busca soluciones; y,
aunque tarden, sabe esperar. Así debe ser la misión de la Iglesia: un amor
perseverante y probado en las dificultades.
La Vigilia Pascual y el
Domingo de Resurrección es la gran fiesta de los cristianos, fiesta de luz, de
Vida, de Esperanza, de Amor. Cuando a lo largo del Triduo Pascual avanzamos en
esta paulatina revelación de Jesús, la Vigilia pascual y el Domingo de
resurrección son la máxima manifestación de Jesús, como el amor que triunfa
sobre la muerte: “Éste es el día en que actuó el Señor”. En la Vigilia todos
los símbolos que usamos nos hablan de vida. La luz, la palabra, el agua, el pan
y el vino, todos son elementos necesarios de una manera u otra para que haya
vida. La liturgia de la Iglesia los recoge precisamente para hacer patente la
plenitud de la vida que Jesús manifiesta y nos regala con la resurrección.
Cuando la Iglesia sabe esperar con amor pacientemente a la boca del sepulcro,
descubre a Jesús resucitado. Cuando le vence la impaciencia, la prisa, la
ansiedad o pone su esperanza en sus fuerzas no puede contemplar la fuerza de la
resurrección. Pero Jesús no se hace esperar demasiado y de madrugada se
manifiesta vivo y resucitado a quien sabe aguardar, a quien ha puesto en él su
amor y su esperanza. Este día de la resurrección de Jesús la Iglesia celebra
con mucha alegría el triunfo del Amor. En eso se basa su misión: “Cristo
resucitado y glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza, y no nos
faltará su ayuda para cumplir la misión que nos encomienda” (EG 275).
En estos días santos
tengamos presentes en la oración y en las celebraciones a los misioneros y
misioneras de todo el mundo. Ellos celebran la Pascua con sus comunidades
cristianas para ayudarles a conocer mejor a Jesús, a profundizar en la fe y
para crecer en el amor. En estos días más que nunca nos unimos a ellos y
pedimos por el fruto de la entrega de sus vidas a Dios y a la misión de la
Iglesia.
Juan Martínez
Fuente: Obras Misionales
Pontificias