Relato en primera persona de una mujer que vivió durante dos años bajo el yugo de la organización terrorista africana y padeció sufrimientos inenarrables por negarse a renunciar a su fe cristiana
Rebecca Bitrus en Roma con el sacerdote nigeriano Joseph Fidelis |
Dos
años de calvario, 24 meses de secuestro, abuso y muerte. A sus 28 años, Rebecca
Bitrus descendió a los infiernos y sobrevivió. En su natal Nigeria cayó en
manos del grupo terrorista Boko Haram.
Fue
explotada y violada. Perdió un hijo por negarse a abandonar su fe cristiana y
logró liberarse casi de milagro. Superada la tragedia cumplió el sueño de su
vida: encontrarse con el Papa en el Vaticano. Tras hacerlo, exclamó segura:
“Estoy plena, ya puedo morir”.
“Quiero
contar mi historia, la fe me hizo sobrevivir y quiero decirles a todos que la
única cosa que nos salva es Dios”, afirma esta mujer, en un dialecto africano
incomprensible. Su voz es tenue, apenas perceptible. Sentada en un sofá de la
Casa del Clero de Via della Scrofa en Roma, a pocos pasos de la Piazza Navona,
por momentos exhibe cierta vergüenza. Su perlada sonrisa resalta la peculiar
belleza de su morenísimo rostro.
“Fui
secuestrada por Boko Haram, llegaron a nuestra aldea el 28 de agosto de 2014”.
Su relato resulta tan lineal como escalofriante. Dogon Ghukwu Kangarwan Bagi.
Así se llama su comunidad, ubicada al norte del estado nigeriano de Borno. En
la frontera con Chad y Níger. Al momento del ataque, comenzó a escapar con su
marido y sus hijos: Zacarías y Jonatan. “Deja este hijo y corre tú, yo me puedo
ocupar de él porque soy mujer”, exclamó al ver que el pequeño retrasaba a su
esposo.
Él
logró huir y evitar un seguro reclutamiento como soldado. A ella la capturaron
y la condujeron a un campamento. “Me convirtieron en una esclava. Trabajaba
para ellos, cocinaba, lavaba la ropa y limpiaba. Después de un año me pidieron
convertirme en una musulmana, pero yo no renuncio a mi fe. Creo en Jesús y
cualquier cosa que me hagan no me hará cambiar de opinión”, contó en
entrevista.
En
aquel asentamiento, Rebecca conoció otras esclavas. Las traían de toda la
región. Estaba ubicado en una zona estratégica, junto a un enorme río. Si
recibían ataques de los soldados nigerianos, los terroristas usaban a las
mujeres como escudos humanos.
Durante
ese tiempo intentaron convertirla al islamismo por todos los medios. Pasado un
año perdieron la paciencia y la enjaularon bajo tierra por tres días. Sin
comida ni agua. Pero no lograron su cometido. Entonces tomaron a Jonatan, de
poco más de un año, y lo tiraron directamente al río, sofocándolo al
instante.
La
escena laceró su corazón, pero no la amedrentó. Aquella misma noche le
asignaron un nuevo marido, pero debieron atarla de pies y manos para que él la
abusase. Quedó embarazada y tuvo al niño en el bosque, sola. Le llamaron
Abraham, pero luego la madre le cambió el nombre por Cristoph.
En
2016 logró su libertad. Escapó durante un ataque de las fuerzas nigerianas
contra el campo. Tomó a sus dos niños y huyó en dirección contraria a los
terroristas. Caminó por 28 días, pensaba que el camino la adentraría aún más en
Nigeria pero terminó atravesando la frontera e ingresando en Níger. Sobrevivió
comiendo hierbas. En sus piernas aún conserva las marcas indelebles de aquella
marcha, decenas de pequeñas laceraciones convertidas en rugosos
callos.
Junto
a un lago quiso abandonar al hijo de Boko Haram. No lo sentía suyo. Era la
prueba diaria de la ignominia, pero no tuvo el valor de hacerlo. Finalmente se
entregó al ejército que la condujo de regreso a su país, a Maiduguri, capital
de Borno. Allí fue entregada a la Iglesia católica, donde obtuvo un sitio donde
dormir, comida y vestimenta.
Entre
emoción y dolor reencontró a su marido. Con dificultad, apenas le pudo explicar
que había perdido a Jonatan y Cristoph era producto de la violación de un
terrorista. “Pensaba que estabas muerta. Me basta que volviste viva, te amo así
como eres”, le replicó, entre lágrimas, el hombre.
La
familia ahora reside en una improvisada habitación, parte de un edificio a
medio construir diseñado originalmente como la secretaría episcopal de la
diócesis de Maiduguri. Con ellos, viven allí otras 200 personas, entre adultos
y niños. Ninguno de ellos osa a volver a sus aldeas, ubicadas en zonas de
influencia de Boko Haram.
Rebecca
sonríe sólo al recordar su encuentro con el Papa, la mañana del sábado 24 de
febrero en el Palacio Apostólico del Vaticano. Viajó a Roma para la iluminación
de rojo del Coliseo, organizada por la asociación “Ayuda a la Iglesia
Necesitada” a favor de los cristianos perseguidos en el mundo.
“Estoy
muy contenta, si muero hoy ya alcancé la máxima felicidad. Todo el sufrimiento
que tuve quedó atrás, perdoné y hoy soy feliz por haber encontrado al Papa.
Esta es la alegría más grande para mí”, exclamó.
Y
agregó: “Le conté mi historia al santo padre y le dije que la única alegría que
tengo es no haber renunciado a mi fe. Pero la cosa más importante es que no
hice esto con mi fuerza, con mi voluntad. Fue Dios quien me ayudó porque cuando
estuve con estos terroristas, me torturaron, me abusaron, pero Dios me sostuvo.
La fe me hizo sobrevivir, por eso quiero contar esta historia diciendo que la
única cosa que nos salva es Dios”.
El
pontífice le agradeció por su testimonio, destacó cómo la esperanza le salvó la
vida, le aseguró que el hijo muerto “está con Dios ahora” y le pidió aceptar
aquel pequeño de Boko Haram como si fuese suyo, porque “él también es un don de
Dios”.
Ella
confesó: “Durante mi sufrimiento recordé la pasión de Jesús, que fue capturado
y crucificado, pero perdonó a los que le hicieron eso, incluso al ladrón que
pidió perdón. Cuando pensé en esto me dije: también yo quiero imitar a Jesús,
busco perdonar a estas personas. Esto me dio la fuerza interna en esos
momentos”.
ANDRÉS
BELTRAMO ÁLVAREZ
CIUDAD
DEL VATICANO
Fuente:
Vatican Insider