Bien sabía yo que, si la gente lograba entender debidamente lo que Dios significa en la vida de cada persona, todo podría cambiar y mejorar: la familia, las relaciones humanas, el trabajo, la sociedad en general...
Hace pocos meses que
salí de Zimbabwe como jubilado. Mi intención habría sido la de quedarme allí
hasta que mis fuerzas flaquearan del todo, sin embargo, debido a un problema de
mis caderas, tuve que venir a España en vista a buscar una solución a mis
achaques de salud.
No sé cómo empezar a
hacer balance de lo que han sido estos años. Mi compromiso misionero fue para
toda la vida. El código de derecho canónico ha dado, sin embargo, a nuestra
madre la Iglesia un rostro más humano y razonable que el que podía tener
tiempos atrás y ha reconocido que 75 años de edad son más que suficientes para
que la persona (en nuestro caso, el sacerdote) pueda retirarse con la cabeza
bien alta para llevar a cabo, de otra manera, ese compromiso inicial de servir
a Dios, siguiendo la llamada de Jesús a ser sus servidores y evangelizadores.
Dar a conocer el
“Proyecto de Dios”
Intentaré resumir mis 48
años en Zimbabwe en unos pocos puntos. Mi convicción de que era necesario dar a
conocer el “Proyecto Dios” a todo aquel que no hubiese oído hablar de Él supuso
la fuerza motriz de mi vocación. Este proyecto, que se pone de manifiesto por
la encarnación de Jesús, constituye una revolución en las mentes y en los
corazones de las personas. Nuestra relación con Dios, a través del Dios visible
en los seres humanos en todos sus resortes –religiosos, espirituales, humanos,
sociales, etc.–, era un reto que había que afrontar. Debido a esta profunda
convicción que yo tenía, vi claro que merecía la pena entregarme a la obra
misionera de evangelización. Y a Burgos fui a parar.
Todo hombre que quiera
estar cerca de la gente de otros pueblos y poder acompañarla lo primero que
debe procurar es conseguir hablar en su lengua y conocer su cultura, su modo de
relacionarse y desenvolverse en la vida. Por este motivo, doy las gracias a
alguien como el P. Alejandro, quien
tanto esfuerzo se tomó para que ningún misionero del Instituto Español de
Misiones Extranjeras (IEME) estuviese en Zimbabwe sin saber defenderse bien en
las lenguas locales. Hablar el shona me acercó a los habitantes del lugar y con
ellos viví siempre a gusto, como uno más de su comunidad.
Mi interés, como el de
todos los misioneros, fue dejarme evangelizar por la propia gente a la que fui a servir. Hice esfuerzos por leer
y aprender su cultura y por tratar de ver su punto de referencia de cara al
Evangelio. No todo era admisible ni todo detestable; era necesario hacer una
evaluación seria de cara a la evangelización, eran los tiempos después de
Concilio Vaticano II. Así lo hice y estoy la mar de contento de lo conseguido.
Vivir como ellos
Desde el primer momento
quise adaptarme lo más posible al modo de vida de la gente. En cuanto a vivir
en la misma situación de pobreza que ellos, sabía muy bien que nunca lo
lograría al cien por cien. Pero era cuestión, sobre todo, de no abrir una
brecha de mucha distancia que pudiera separar su realidad y la mía: comer lo
que la gente comía, vivir en casas sin excesivo lujo, usar el coche para lo
estrictamente necesario, alojarme en sus propias viviendas, etc. Intenté, por
todos los medios, que este fuera el patrón de mi vida.
Me dolía, como así
sucede a todos los que por primera vez llegan a África, ver a tantos chavales y
chavalas sin ir a la escuela. Por eso, quise poner ahí todo el empeño que
estaba de mi parte para ayudar a algunos niños a tener acceso a la escuela y,
con este propósito, también me metí en proyectos de educación en las diversas
misiones que me tocó vivir.
En mí estaba muy
acentuada la convicción de ser sacerdote con todo lo que ello lleva consigo.
Nunca desfallecí a la hora de realizar mi trabajo pastoral a todos los niveles:
catequesis, sacramentos, pastoral con los jóvenes, asociaciones, enfermos,
familias, etc. Durante mis años de misionero en Zimbabwe, me hacía muchas veces
una pregunta: ¿se podría hacer algo más y mejor? ¿Cómo?... No me importaba el
tiempo ni el trabajo que debiera dedicar a ello. Bien sabía yo que, si la gente
lograba entender debidamente lo que Dios significa en la vida de cada persona,
todo podría cambiar y mejorar: la familia, las relaciones humanas, el trabajo,
la sociedad en general...
Con los enfermos
Debido a mi labor como
sacerdote, he tenido que ser testigo ocular de los tormentos tan atroces con
los que se enfrentan los enfermos de sida. Recuerdo, por ejemplo, el de de un
muchacho de unos 23 años más o menos. Estaba empleado en un poblado cerca de la
misión de Gwave (Gokwe, Zimbabwe). La señora que lo había contratado, como
buena católica que era, me mandó llamar para atenderle religiosamente. Vivía en
medio de insoportables dolores. Todo él amoratado y con bastantes úlceras con
pus en distintas partes del cuerpo.
El paciente me confesó que no culpaba a
nadie, sino a sí mismo por haber cometido los más atroces actos sexuales con
mujeres de toda clase. Se dio cuenta de su gran culpa moral y, consciente de
que estaba llegando su hora, pidió que yo, como sacerdote, le perdonara sus
pecados y que rezara por él para que tuviera una buen a muerte, aun en medio de
tanto dolor en su cuerpo. Me conmovió el corazón. Lo que yo siempre he creído
se hizo realidad en este muchacho: que,
al final, el bien triunfa sobre el mal.
Otro caso que me tocó
experimentar fue el de un hombre joven, unos 33 años, también católico. Este
estaba casado y con dos hijos pequeños. Un vecino suyo vino a la misión de Kana
a pedir que fuera a administrarle el sacramento de la unción. Inmediatamente
cogí el coche de la misión y me dirigí a la casa del enfermo. Se trataba de
otro caso de sida ya en su estado avanzado. Esta vez quedé impresionado al ver
que este hombre parecía un esqueleto en vida en vez de una persona: ojos
hundidos, brazos y piernas como si fueran dos palos sin carne alguna adherida a
ellos, las costillas se podían contar una a una. Realmente no era mucho el
tiempo que le podía quedar de vida. Su mujer estaba un poco más fuerte que él,
pero también en estado avanzado de la dolencia. Se había reunido una pequeña
comunidad cristiana, cosa corriente en África. Raramente se tiene una
celebración de este estilo en privado, la comunidad es parte primaria y toma
parte activa en el ministerio participando con cantos, oraciones y, cómo no,
ayudando a la familia con algún don, en forma de comida principalmente, para
aliviar sus penas. Administré la unción. Pocos días después me llegó la noticia
de que había muerto y fui al entierro.
Desde la esperanza
A África le atacan
siempre todas las plagas (a perro flaco, todo son pulgas). Puede que esto sea
verdad debido al alto nivel de pobreza y a la falta de medios que padece el
continente para salir del atolladero al que ha estado sometido por todos desde
tiempos inmemoriales. Pido con todo mi corazón por África, con la única
esperanza de que algún día todo llegará a su fin de acuerdo con los planes de
Dios y no de los hombres, que, muchas veces, se distancian de los suyos, de sus
hermanos.
Creo que, a grandes
pinceladas, he tratado de haceros ver cómo ha sido y cómo se desarrolló mi vida
como sacerdote del IEME en Zimbabue. Ahora, aun estando en España, mi corazón y
mi mente están en ese país.
ROSENDO
GARRES Misionero del
IEME
Fuente: Misioneros Tercer Milenio