El padre Christophe Bérard es atiende
como misionero a enfermos de tuberculosis en el país más aislado del mundo
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El padre Christophe Bérard recoge pruebas a enfermos
de turberculosis en Corea del Norte. Foto: Christophe Bérard
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El padre Christophe Bérard
vive la mayor parte del año en Corea del Sur. Es capellán de los francófonos de
Seúl y está implicado en la pastoral de los migrantes. Pero, desde 2012, cada
seis meses, el padre Christophe Bérard, de las
Misiones Extranjeras de París, parte a pasar un mes en la República Popular y
Democrática de Corea (nombre oficial de Corea del Norte).
Allí
trabaja con la fundación Eugene Bell donde que realiza prevención, diagnóstico
y ofrece tratamientos para luchar contra la tuberculosis en el país comunista.
Para él «¡es un reto sagrado!”, exclama.
«Haber
vivido en Corea del Sur me ha permitido comprender mejor Corea del Norte. Sus
culturas son cercanas. Corea del Norte es un país al que se es invitado pero
hay que habituarse a cierto número de reglas y procedimientos, y ser paciente”.
Misionero en su país
Originario de Saint-Étienne
(Francia), el padre Christophe Bérard fue ordenado sacerdote en 1993. Fue
sacerdote diocesano durante diez años, en particular en los barrios populares
de Saint-Étienne, donde vivió en un piso de alquiler social rodeado de una
amplia población magrebí. “Para mí, la vida misionera comenzó en Francia. Me vi
confrontado con la realidad de ser extranjero. Eso me hizo sumergirme en una
experiencia tanto social como eclesial que no conocía. Viví en el centro de las
cuestiones del lugar y sentí deseos de conocer estos asuntos
desde el interior convirtiéndome yo mismo en extranjero”. En
ese momento, el sacerdote descubrió las Misiones Extranjeras de París. Unos
años después, en 2004, desembarcaba en Corea del Sur.
Pionyang, capital de Corea del Norte
Le esperaba un desafío de
grandes proporciones. La tuberculosis mató a 1,3 millones de
personas en 2019, 16.000 de ellas en Corea del Norte. Cabe
mencionar que esta enfermedad se manifiesta bajo dos formas: la básica y la
resistente. El tratamiento para curar esta última, más perseverante que
la primera, cuesta 5.000 dólares y necesita que el paciente permanezca
confinado en un centro durante dieciocho meses.
Cada año, la fundación Eugene Belle cura entre 2.000 y 3.000 personas. La fundación trabaja
codo con codo con el ministerio de Sanidad norcoreano, que le suministra la
lista de los centros que visitar.
Al frente del laboratorio
El padre Christophe Bérard es
responsable del laboratorio móvil donde analiza la saliva de los enfermos,
ofrece un diagnóstico y garantiza en un segundo tiempo el seguimiento de los
pacientes. “Hay que ayudar materialmente, pero
también educar mucho”, insiste.
“Mi trabajo es permitir que
los más pobres de este país puedan recibir ayuda”
El
misionero actúa con un equipo en el que participan sanitarios norcoreanos, un
profesor búlgaro y un sacerdote mexicano, entre otros.
Esta
misión bianual es una auténtica odisea. El hecho de que
los sanitarios puedan entrar en el territorio es ya en sí una proeza, porque
son pocas las organizaciones internacionales que obtienen el permiso de entrada
en Corea del Norte.
Los
miembros del equipo médico que no son norcoreanos, parten de Seúl para reunirse
en Pekín, donde recuperan sus visados. En efecto, no hay embajada del Norte en
el Sur. A continuación toman un avión hasta Pionyang, donde se encuentra su
sede. Allí toman diferentes direcciones guiados por chóferes norcoreanos para visitar
los trece centros dedicados al estudio de la tuberculosis. Viajan a bordo de
una caravana compuesta de un furgón de diez plazas y varios camiones detrás,
hasta Kaesong, en la frontera con China.
“Vivir la fe en Corea del Norte pasa por el servicio al hermano
enfermo”
El viaje es agotador y
necesita resistencia. Durante un mes, el equipo recorre el país a diario, a
razón de cinco horas de conducción al día por caminos a menudo embarrados y
rocosos. A veces hay que resignarse a descender del vehículo para empujarlo, a
costa de pasar la jornada con los pies empapados por la lluvia o la nieve.
“Salimos
a las 4 de la mañana y podemos trabajar hasta las 12 sin parar. Volvemos a
medianoche, con muchos imprevistos, enfermos que no acuden a su cita, camiones
que abandonan”, cuenta el misionero, que recuerda cortes de electricidad,
problemas de gasolina, disentería…
“Son
unas jornadas muy duras”. Las pausas son necesarias cada tres días para poder
mantener el ritmo a largo plazo.
En
el lugar, también se viven experiencias muy hermosas. “Hay personas que con
pocos medios hacen cosas extraordinarias. Creamos vínculos de amistad”. Así,
menciona a una enfermera del laboratorio que le ofreció una vez una cajita de
castañas asadas que a él le habían encantado durante una visita anterior. “Eso
demuestra que las personas piensan en nosotros. Son unos momentos de gran
simpatía”.
El sacerdote describe escenas
de la vida en Corea del Norte durante sus desplazamientos: los niños camino del
colegio con su uniforme azul y blanco decorado con un pañuelo rojo al cuello;
otras personas barriendo; soldados; paisanos que van hacia el campo; hombres
que construyen carreteras,; otros que se lavan en los ríos…
Alrededor
de él, paisajes de media montaña con valles donde se cultiva el arroz y grandes
zonas rurales que contrastan con las ciudades que se industrializan. “No hay
mecanización en todas partes, nos sumergimos en la atmósfera de la república
democrática”, señala el cura.
El contraste, Corea del Sur
“Corea del Sur está en plena
mutación, es un país que no deja de evolucionar. Se inscribe en el pensamiento
confucianista. Para comprender Corea, hay que comprender esto”. Esta escuela de
pensamiento se caracteriza por una búsqueda de armonía en las relaciones
humanas, considerada como una vía de plenitud.
Aunque siente que cada día se acerca más a los coreanos, reconoce humildemente que no se siente coreano. “No hay que intentar volverse como los coreanos, sino tratar de acercarse a ellos lo más posible. Una de las alegrías es hablar la lengua del país. Es un placer sagrado poder conversar en la lengua, eso permite hacer amigos. Libera la palabra”.
Aunque siente que cada día se acerca más a los coreanos, reconoce humildemente que no se siente coreano. “No hay que intentar volverse como los coreanos, sino tratar de acercarse a ellos lo más posible. Una de las alegrías es hablar la lengua del país. Es un placer sagrado poder conversar en la lengua, eso permite hacer amigos. Libera la palabra”.
El
sacerdote confiesa que no comprende todo lo que pasa en el país. “Es difícil
sentir que hay cosas que nunca comprenderé y que hay que aceptarlo. No tenemos
los parámetros para comprenderlo todo. Aquí, por ejemplo, para tener un amigo,
hay que tener la misma edad. Hay una cultura jerárquica, así que hay
que aprender a callarse, a expresar las opiniones de otra forma, a dar
prioridad a la vida de grupo. En Francia, nos encantan las
burlas, hacer gracias a la gente. Aquí, nunca hay que hacer que nadie pierda la
compostura, ni siquiera de broma. Yo me consideraba como una persona muy
abierta. La cultura coreana me ha puesto delante de mis límites”.
El
misionero muestra su admiración ante la Iglesia de Corea del Sur,
dinámica, con jóvenes sacerdotes, que ha dado muchos mártires. “Hay un vínculo
de sangre entre Francia y Corea, un lazo particular”, afirma el cura.
Desearía
también organizar una peregrinación siguiendo los pasos de esos mártires para
recaudar dinero para sus pacientes tuberculosos. Su misión asume una forma
indirecta. “La proclamación directa del Evangelio no es posible en Corea del
Norte”, reconoce el misionero.
“Vivir
la fe en Corea del Norte pasa por el servicio al hermano enfermo”, asegura.
“Eso no impide reunirse en la habitación de un hotel para celebrar misa. En ese
momento, somos conscientes de que es la única misa que se dice en el país, y
eso no es poca cosa. Aunque sea una misa dicha sobre la cama de un hotel, la
simbología es muy fuerte”.
Domitille
Farret d'Astiès
Fuente:
Aleteia