Lucien
Botovasoa fue mártir durante la independencia de Madagascar
Cada
año, en Vohipeno, una procesión recorre el 1 de noviembre el camino entre la
parroquia y el lugar donde los independentistas malgaches decapitaron a Lucien
Botovasoa. Este laico, maestro y padre de familia, había sido el pionero de la
Tercera Orden Franciscana en el país. Sus ayunos y forma de vivir en pobreza
traían loca a su mujer.
Lucien
Botovasoa era un líder nato, bien considerado por su compromiso cristiano y,
además, director del colegio de Vohipeno. Por eso, cuando en 1947 la
insurgencia independentista se extendió por Madagascar, el jefe de clan, que le
estaba juzgando por colaborar con los colonizadores, le ofreció afiliarse a su
partido a cambio de salvar su vida.
El
Movimiento Democrático de la Renovación de Madagascar era el más radical de los
partidos independentistas. En él militaban tanto Tshimihono, el rey o jefe del
clan, y Mbododo, cuñado de Lucien.
El
maestro, que esperaba su quinto hijo, se negó: “Los de vuestro partido
perseguís la religión, arrancáis las medallas del cuello a las gentes, hacéis
pisotear la cruz, cerráis iglesias para convertirlas en salones de baile, etc.
Sabéis lo importante que es para mí la religión y me es imposible ayudar a
vuestro partido”.
Minutos
antes, se había ofrecido a morir a cambio de que no se hiciera nada al resto de
la aldea, especialmente a su familia. En ese momento, su sentencia de
muerte es confirmada. Al salir, profetiza al jefe del clan: “Morirás cristiano.
Será muy duro para ti, pero no tengas miedo, yo estaré junto a ti y te
bautizarás”.
“Cortadme el cuello de un
solo golpe”
Un
grupo de jóvenes, la mayoría de los cuales había sido alumnos suyos, le
llevaron a la orilla de un río. Él mismo se ató las manos y, en dos ocasiones,
rezó por sus asesinos.
Al
ver que vacilaban y el cuchillo les temblaba en las manos, les pidió: “Dejad de
temblar, intentad cortarme el cuello de un solo golpe limpio“. No temía
entregar su vida, pero sí –se lo había confesado a su mujer no hacía mucho– el
momento de ser decapitado.
Quien
se creía que le asestó el golpe mortal negó hasta su muerte haber sido el
responsable. Sin embargo, reconocía que “si él no hubiera entregado su vida
toda la aldea habría desaparecido”. Así terminó la vida terrena de este laico y
padre de familia, cuyo martirio reconoció el pasado 4 de mayo el papa
Francisco.
Un ejemplo hasta hoy
Pero
comenzó su fama de mártir y santo. “Hasta hoy en día en Vohipeno se sigue
diciendo: “Haz como Botovasoa, que encontraba dinero y se lo devolvía a su
dueño””, explicaba a Zenit hace unos años monseñor Benjamin
Ramaroson, entonces obispo de Farafangana, la diócesis del nuevo mártir.
Lucien
Botovasoa había nacido en 1908, solo nueve años después de que el cristianismo
llegara a Vohipeno. Su padre había sido de los primeros en ser bautizado. Tenía
aptitudes para el estudio, que aprovechó para prepararse como maestro con los
jesuitas.
Llegó
a manejarse en malgache clásico, latín, inglés, alemán, francés e incluso
chino, que había aprendido de algunos tenderos. Cada día, después de
terminar las clases, leía vidas de santos a los niños que querían. Las
favoritas de unos y otros eran las de mártires.
Un laico que quería más
Décadas
antes de que el Concilio Vaticano II resaltara el papel de los laicos, él llegó
a comprender muy bien cuál podía ser su misión a la labor evangelizadora de la
Iglesia.
A
una religiosa que, admirada por sus cualidades, lamentó que no se hubiera hecho
sacerdote, le respondió: “Soy muy feliz con mi estado porque a él me ha llamado
Dios: a ser laico, casado y maestro. De esta forma vivo con la gente del
pueblo y para atraerlo puedo hacer lo que vosotros, monjas y sacerdotes, no
podéis porque la mayoría son todavía paganos y yo puedo mostrarles el carácter
cristiano de forma accesible, porque no soy un extraño entre ellos”.
En
1930, a los 22 años, se había casado con una chica cristiana de 16, Susana
Soazanna. Pero sentía que Dios le llamaba a un mayor compromiso.
Buscando
sin éxito vidas de santos casados, se encontró con el Manual de la Tercera
Orden Franciscana. Esta asociación pública de fieles era desconocida en
Madagascar, pero Lucien descubrió en ella lo que buscaba: la posibilidad para
un casado de hacer una consagración similar a la de los religiosos. Desde
ese momento, se empeñó en encontrar compañeros con los que fundar una
fraternidad.
Problemas en casa
Este
mayor compromiso le costó algunos disgustos en casa. Susana no comprendió
la forma en la que Lucien trataba de vivir los consejos evangélicos: ayuno
miércoles y viernes, levantarse para rezar a medianoche y a las cuatro de la
madrugada, vestir solo pantalón y camisa kaki.
También
temía que terminara abandonándolos para hacerse fraile. Él se esforzaba por
explicarle que eso no iba a pasar, y que la penitencia no debía afectar al
resto de la familia: ellos debían comer y vestir bien, dentro de lo que les
permitía su pequeño sueldo de maestro.
En el punto de mira
Cuando
empezaron a soplar aires de independencia, Lucien empezó a estar en el punto de
mira: “Ahora era director del colegio y vivía al lado de la parroquia. Es la
mano derecha del párroco, que estaba vinculado a la administración colonial”,
explicó monseñor Ramaroson.
Él
le había ordenado unirse al partido pro-francés, y el maestro sintió que no
podía negarse. Sin embargo, nunca acudió a las reuniones, y se negó a
presentarse en su lista a las elecciones. Los administradores coloniales lo
persiguieron por ello, pero esto no impidió que los independentistas lo
incluyeran en la lista negra de “enemigos del pueblo”.
El
Domingo de Ramos de 1947, 30 de marzo, llegaron noticias de que los insurgentes
se acercaban. Lucien y todos sus hermanos se escondieron en un terreno de la
familia en el bosque. Durante toda la Semana Santa, las iglesias y conventos
fueron quemadas.
Lucien
volvió solo a la ciudad cuando los rebeldes amenazaron con asesinar a toda su
familia, aunque ellos se le unieron una semana después. Como todos los
sacerdotes y religiosas habían huido, fue él quien ese domingo convocó a
católicos y protestantes y dirigió una oración.
“No temo a la muerte”
El
16 de abril, llegó el aviso para que fuera a la Casa del Clan para ser juzgado. Sabía
que iba a morir, y le pidió a su hermano André que se hiciera cargo de su
Susana, que estaba embarazada, y los niños. Se negó a esconderse, consciente de
que entonces los rebeldes irían a por su familia.
Comió
tranquilamente, pasó la tarde rezando y se despidió de su mujer: “Llevo mucho
tiempo esperando este momento, estoy listo. No temo a la muerte, incluso
la deseo, porque es la bienaventuranza. Mi única preocupación es dejaros a
vosotros”.
Después
de su muerte, según el obispo, la gente no tardó en empezar “a hablar de
apariciones, y le atribuyeron varias curaciones. Los ancianos conservaron el
lugar de su martirio”, donde cada año, “el 1 de noviembre [solemnidad de Todos
los Santos, ndr], llega una procesión que sale desde la iglesia. A ninguna de
las otras 260 víctimas de la insurrección en Vohipeno se la honra así”.
Además,
su profecía se cumplió: “En 1964, moribundo y abandonado por todos, el “rey”
Tsimihono pidió y recibió el bautismo”. El obispo explicaba también que su
muerte ha llegado a ser vista como un signo de reconciliación.
En
2010, los jefes de las casas de clan, herederos de quien ordenó su muerte,
pidieron construir una capilla en el lugar de su muerte, “y los niños no dudan
en representar su historia delante de sus padres y abuelos”.
Por
María Martínez López
Artículo publicado originalmente por Alfa y Omega