La
beata María Troncatti puede ayudarnos a aprender qué es en realidad la
feminidad
Durante
los últimos 50 años, la Iglesia católica ha sido acusada de estar en contra de
las mujeres. Después de todo, la Iglesia no ordena mujeres ni tampoco considera
su cosificación sexual como liberadora, así que es obvio que está reprimiendo a
las mujeres. Todo ello a pesar de la enseñanza de la Iglesia de que la única
criatura glorificada en el paraíso es una mujer, a pesar de la abrumadora
reverencia dedicada a la Santísima Madre, a pesar de la carta de san Juan Pablo
II La dignidad de la mujer.
De
hecho, hace falta un sorprendente nivel de ceguera para no ver las miles de
formas en que la Iglesia ha empoderado a las mujeres, desde el poder
dado a abadesas hasta el papel que las santas Teresa de Ávila y de Lisieux han
desempeñado en el estudio de la teología espiritual.
Las
mujeres santas han sido emperatrices (santa Pulqueria) y campesinas (santa
Germana), académicas (santa Teresa Benedicta de la Cruz) e incultas (santa
Ágata Kim), vírgenes (demasiadas para llevar la cuenta) y… no tanto (santa
María de Egipto, santa Margarita de Cortona).
Y
una de estas santas fue una monja evangelista, cirujana en la selva y enfermera
en tiempos de guerra.
Nacida
en el norte de Italia en 1883, la beata María Troncatti se crió en una familia
grande y feliz. De niña, María leía los boletines de las Hermanas
salesianas y quedaba fascinada por las historias de esas misioneras.
El
corazón de María quedó cautivado y cuando entró en la veintena accedió a la
orden salesiana, asumiendo como su objetivo vital llevar la “caridad
hasta el punto de quedar deshecha en pedazos”.
Pero
por mucho que quisiera María ir directamente con los leprosos, la llegada de la
Primera Guerra Mundial cambió las cosas. Se formó como enfermera de la
Cruz Roja y empezó a trabajar en hospitales militares, con las técnicas
primitivas y horribles condiciones de los hospitales de la Gran Guerra.
Finalmente
la guerra terminó y la hermana, que había soñado con las misiones desde su
infancia, se embarcó hacia Ecuador con
39 años.
La
enviaron a evangelizar al pueblo Shuar, una tribu de guerreros que resistió
apasionadamente a la colonización y son famosos por su práctica chamánica de
encoger las cabezas de sus enemigos caídos.
Los
misioneros (hermanas y sacerdotes) fueron recibidos con lanzas en la primera
aldea que llegaron. La hija del jefe resultó herida de un disparo y los
guerreros dijeron a los misioneros que debían sanar a la chica o morir, así que
sor María, temblando, esterilizó su navaja y extrajo la bala.
Después, diría
a los aldeanos que la Virgen María había sostenido su mano todo el tiempo;
“ella lo es todo para mí”, solía decir, y el pueblo a quien sirvió así lo
creyó.
Durante
los siguientes 45 años, la beata María Troncatti viajó por la selva amazónica,
a pie o volando a través de un país cuyas montañas rivalizan con las más altas
cumbres. Desafió a víboras, jaguares y tarántulas, vadeó ríos de rápidos y
cruzó raquíticos puentes suspendidos a miles de metros sobre el suelo.
Y
desde aquel primer encuentro con el jefe, cuando su vida se vio amenazada y no
mostró miedo, el pueblo la adoró. “Mamacita”, la solían llamar, y
eso era para ellos. Madre y médico y dentista y predicadora y maestra, sanó
sus enfermedades físicas y también las espirituales.
La
obra de sor María por las mujeres shuar trajo una liberación que nunca
conocieron, sobre todo en la innovación del matrimonio libremente escogido en
vez de por exigencias familiares, además de la monogamia.
Construyó
hospitales para tratar las habituales epidemias de sarampión y viruela, y formó
a las mujeres shuar como enfermeras. Estableció escuelas y trabajó por la
integración entre el pueblo indígena y el pueblo blanco, superando los
prejuicios que les habían enseñado a odiarse mutuamente.
Cuando
un incendio provocado destruyó la misión, los misioneros no tardaron en dar su
perdón, pero los aldeanos salieron armados para la guerra. Sor María
intercedió, suplicándoles que perdonaran: “Si de verdad me queréis, dejad
vuestras armas a mis pies”. Y los guerreros más temidos de la selva tropical
hicieron precisamente eso.
Durante
sus décadas de trabajo duro bajo condiciones imposibles, sor María encontró
fuerza en la Santa Madre y, sobre todo, en el sacrificio de Cristo: “Un
vistazo al crucifijo me da vida y valor para trabajar”, decía, y continuó
evangelizando en las selvas hasta que tuvo 86 años.
En
1969, sor María iba de camino a un retiro cuando su avión se estrelló,
matándola en el impacto. Aunque su “Mamacita” les había abandonado, los shuar
siguieron viviendo como ella les enseñó. Hoy, viven en paz con sus
vecinos y su Dios gracias a la obra y el sacrificio de una hermana italiana,
enfermera, cirujana, predicadora y madre.
La
beata María Troncatti vivió fiel a Dios sin consideración por las limitaciones
que el mundo quería imponerle. El 25 de agosto, su día festivo, pidamos su
intercesión por una feminidad auténtica en el mundo, una que se defina no por
los estereotipos, sino por la fidelidad en respuesta a la llamada de Dios.
Beata María Troncatti, ¡ruega por nosotros!
Meg Hunter-Kilmer
Fuente:
Aleteia