Al menos diez sacerdotes y dos religiosas
permanecen secuestrados por las Fuerzas del Orden
Cuando la ambición alcanza
su condición de ciénaga, aparecen sujetos como Kabila, empeñados en sobrevivir
al fango en el que han convertido su país. La República Democrática del Congo
es ahora el polvorín de África.
Más de un millón y medio de
personas se encuentra al borde de la hambruna en un país con uno de los
subsuelos más rico en yacimientos minerales del mundo, especialmente el
codiciado coltán, tan manchado ya de sangre.
Las últimas protestas
contra el presidente Kabila han dejado al menos una quincena de muertos. En la
foto se descubre el armamento de los manifestantes: grupos de
familias, ancianos, niños a la salida de Misa, armados con una mortífera
botella de agua como la que lleva el sacerdote que vemos en primera fila. El
resto portaba ramas de árbol como símbolo de paz, rosarios y crucifijos.
Al menos diez sacerdotes y
dos religiosas permanecen secuestrados por las Fuerzas del Orden. Tan solo
secundaban marchas pacíficas para pedir las elecciones siempre retrasadas.
Cuando reina la sinrazón siempre acaba siendo perseguido con saña aquel que
tiende puentes; en este caso, una vez más, la Iglesia.
El presidente Kabila, que
llegó al poder en 2001, debería haberlo dejado a finales de 2016, pero amenaza
con perpetuarse en el cargo. Se resiste a convocar unas elecciones que va a
perder y que pondrían en peligro la fortuna amasada durante años de corrupción.
Se estima que, entre negocios, permisos mineros y tierras, su fortuna asciende
a cientos de millones de euros.
En este escenario la
Iglesia católica se ha convertido en una esperanza de paz para un pueblo
demasiado herido. Y en el cuentagotas del horror, la epidemia de cólera que se
extiende por el país ha producido ya 2.000 muertos. Dramas como el de los niños
soldado, usados para trabajar para los líderes armados como escoltas,
cocineros, guardias, esclavos sexuales o combatientes es incontable.
Ellos son otra parte de los
males colaterales generados por esta maraña de enfrentamientos. Intentemos ponerle
un nombre al sacerdote que se protege de la policía en la foto, así quizás le
damos la oportunidad de que alguien pregunte por él y por sus feligreses. Los
nombres dan visibilidad a quienes tantas veces tratamos como números.
Desde Roma, el Papa Francisco
sigue de cerca la evolución de los acontecimientos. El pasado noviembre convocó
una jornada de oración y en su reciente viaje a Perú volvió a realizar un
llamamiento por la paz en este país.
Que alguien se atreva a
entreabrir ventanas en este espacio de violencia, créanme, llena de esperanza a
los que vemos en la foto. Necesitamos que Francisco recuerde al mundo lo que
está sucediendo en este polvorín de África, que altere nuestra indiferencia, la
misma que nos permite a nosotros seguir donde estamos, con lo que tenemos, y a
ellos permanecer donde están, con lo que no tienen.
Eva Fernández
Fuente: Alfa y Omega