consolata.org |
Su
madre es la más practicante de la familia y le decía que si iba con ella a
misa, luego le compraba un ‘croissant’. Ramón nunca ha
abandonado esa fe y siempre ha tenido cierta práctica. Cuando cumple 18 años y
termina el colegio, Ramón empieza a estudiar empresariales y seguía sin
imaginarse, que algún día viviría en un pueblo perdido de México.
“Entré a colaborar en una ONG que se llama ASA (Acción Solidaria Aragonesa). Aquí me di cuenta de cómo está montado el mundo. Descubrí que el confort en el que vivíamos en el norte, era producto del malestar que existe en el sur. Todo esto me fue creando una conciencia y vi que quería tomar partido por todas estas personas olvidadas”.
Ramón
cambió Empresariales por la Filosofía. “Empecé a trabajar en el
barrio de Tetuán con jóvenes. Yo me encontraba muy agusto en estas periferias.
Sacando diálogos de donde no existían, hablando con migrantes en el metro…”
Pero a Ramón el cuerpo le pedía una periferia aún más lejana.
“Me
propusieron ir a Costa de Marfil”. Y aquí comienza el periplo
misionero -internacional- de Ramón. Cuando llega a África se da cuenta de que le fascina “el mundo cultural. Fue un regalo de Dios poder empezar una misión, vivir en un
lugar donde nunca antes había habido misioneros e ir creando una comunidad
cristiana de la nada”.
Pero
un año después sus sueños y planes se truncan y llega la guerra a Costa de Marfil. “Hubo un golpe de estado, comenzó la
guerra y quedamos incomunicados y vivimos una situación durante seis años de
mucha vulnerabilidad. Creció mucho mi fe en
el Espíritu Santo porque el Señor nos mantuvo a pesar de que todos los médicos
habían huido. Ahora mismo me pregunto yo de donde saqué las fuerzas para todo
eso. Tomé conciencia también de mi pequeñez. A veces uno va en misión y es el
que tiene los medios y ayuda… y a mí me tocó lo contrario”.
Después
de 7 años y medio le piden que se vaya al Congo para ayudar en la formación de
los jóvenes de la Consolata. Su situación vuelve a cambiar por completo. “Fue
un tiempo duro porque yo me veía más como un misionero de campo, más pastoral,
de estar con la gente. No tanto de acompañar procesos formativos. Lo pasé mal,
venía de una experiencia muy dura de misión y me sentía en una especie de
retaguardia. A mi me iba más la marcha, la periferia, estar con la gente”.
Dios
le concede a Ramón poder volver a Costa de Marfil y esta vez sin guerra. Aquí
se encarga de dirigir un hospital -algo que no había hecho
nunca-, y después le eligen superior de los misioneros en
Costa de Marfil. “Pero el Señor me ha dado esa facilidad para insertarme ahí
donde estoy y estuve muy integrado en el barrio donde viví con jóvenes de todas
las religiones. Me llamó mucho la atención cómo le fui dando una fisonomía a
esa presencia que no era solo institucional sino también misionera”.
Y
después de 15 años en Costa de Marfil y casi 4 en el Congo… “me propusieron un cambio
y era un cambio radical”. Así es la vida de un misionero. Profesor, psicólogo, acompañante, acogido, director de hospital,
superior de misioneros… “Cuando uno lleva mucho tiempo en un sitio se acomoda. Yo me
sentía con fuerza todavía, estaba en la mitad de la vida y se podía hacer
todavía algo interesante. Me preocupaba la salud de mis padres, lo hablé con
mis hermanos y la Consolata… me ofreció irme a México. Que era una realidad que desconocía”.
“Desde
hace siete meses estoy aquí en México, estoy en un pueblo que se llama San Antonio a 30 kilómetros de Guadalajara. Trabajo con gente muy humilde
en barrios enormes con 800 y 7.000 familias. He entrado muy bien la verdad,
para acompañar familias y personas. Poder ser signo de la consolación de Dios.
Una de las cosas que más me han llamado la atención es la facilidad con la que
me he adaptado”.
Desde
México siempre llegan noticias malas y negativas. Pero Ramón se ha encontrado
con algo bien distinto: “En las noticias parece que
estemos aquí rodeados de tiroteos y de narcotráfico. Pero yo me he encontrado
con muchas personas acogedoras, alegres, que te abren con facilidad su corazón”. Eso sí, “resaltaría la violencia infantil que se sufre aquí. Casi
en el 80% de mis diálogos con las personas hay detrás una historia de violencia
infantil, de abusos… se me hace muy duro porque
personas que se han confiado a mí lloran desconsoladas… Yo me preguntaba qué
hacía en México, pero estoy palpando unas periferias existenciales
muy fuertes”.
Cuando
Ramón se despide de mí termina con una frase y una sonrisa muy contundentes: “Soy muy feliz”. Dice que la misión le ha hecho mejor, y que
es un privilegio poder estar en la frontera y ser “centinela de la humanidad”.
Javier González García