Atender a
los enfermos infecciosos aunque suponga arriesgar la vida: este es el voto
adicional de la congregación de las monjas que murieron de ébola en 1995 y de
sus sucesoras
Foto: Congregación Hermanas de los Pobres |
«Nosotras seguimos nuestra labor con el
mismo espíritu de siempre», asegura la hermana Linadele Canclini, la
postuladora general de la congregación, encargada de sacar adelante la causa de
beatificación de las seis hermanas que fallecieron a causa del ébola en el
Congo en 1995. «Cuando empezó nuestro instituto hace 150 años, nuestro
fundador, Luigi Maria Palazzolo, incluyó un voto adicional que comprendía
trabajar en tiempo de pandemia contagiosa aun a riesgo de arriesgar nuestra
salud o incluso perder la vida», afirma. Hoy este voto adicional ya no es
oficial, «pero sigue presente en nuestro carisma y en nuestro trabajo diario:
estar al lado de los enfermos contagiosos pase lo que pase».
Un mes fatídico
Este fue el carisma que llevó a seis
hermanas de la orden a entregar la vida por atender a los enfermos del ébola en
el Congo durante la epidemia que asoló la región a mediados de los 90 del siglo
pasado. Tres de ellas –las hermanas Floralba, Clarangela y Dinarrosa– acaban
de obtener el reconocimiento de sus virtudes heroicas por parte del Papa,
mientras las otras siguen avanzando en el proceso para una futura
beatificación. Fue el período que transcurrió entre el 25 de abril y el 28 de
mayo de 1995, cuando estas religiosas lidiaron con el terrible contagio del
virus del ébola. En la lucha sostenida contra el virus, seis hermanas
permanecieron en el campo de batalla en el hospital que regentaban en Kikwit.
En esos pocos días murieron.
La primera fue la hermana Floralba. Un
día estuvo atendiendo en la operación de un hombre que estaba perdiendo mucha
sangre, y los pocos días comenzó a sentirse mal. Al principio los médicos
pensaban que era un ataque de malaria o tifus, síntomas muy similares a los
acusados por otros
pacientes que habían fallecido en
los últimos meses en el
hospital. La trasladaron al hospital de Mosango, pero a los pocos días el virus
la superó. Era el 25 de abril de 1995, el primer día de un mes dramático en el
que, junto con sor Floralba y muchos congoleños, las otras cinco hermanas
perdieron la vida. «Ellas han dejado en nosotras un recuerdo inolvidable, y
estamos muy agradecidas por este reconocimiento del Papa», afirma Linadele.
«Siempre que hablamos de ellas recordamos su generosidad a la hora de llevar a
cabo su vocación misionera, cómo realizaron de modo extraordinario su labor
dentro de la vida ordinaria de la misión», añade.
La postuladora incide asimismo en que
«recurrimos a ellas todos los días en nuestra oración para que intercedan a
favor de todos los enfermos del mundo afligidos por la enfermedad. Y son muchos
los que nos dicen que recurren a ellas por este mismo motivo». Hoy, el hospital
donde trabajaban las religiosas ha desaparecido, pero gracias a la generosidad
de un grupo de japoneses se ha levantado otro algo más pequeño en donde «los
enfermos se curan gracias al amor de las hermanas, en su mayoría ya congoleñas,
no tanto italianas como antes». Y a pesar de que el ébola ha experimentado un
rebrote en zonas del país, «a los lugares donde trabajamos aún no ha llegado»,
afirma.
Frente a la COVID-19
Ahora, cuando el mundo ha sido goleado
por otra pandemia, la de la COVID-19, «la situación que estamos viviendo nos
hace recordar los tiempos del ébola, pero, fieles al mandato de nuestro
fundador, hoy como ayer no podemos pasar de largo».
Así, en la casa de reposo que regentan
las hermanas en Bérgamo, desde donde habla la hermana Canclini, «ha habido
muchos contagios pero la congregación ha seguido activa y las hermanas han
respondido con valentía y generosidad, aun a riesgo de coger el virus. En
especial nuestras hermanas más jóvenes se han mostrado felices de sostener
nuestra obra, aunque varias de ellas se han contagiado». La postuladora general
de la congregación acaba recordando las palabras de Palazzolo, cuando decía que
«hace falta un corazón grande para hacer el bien». El tamaño de este corazón es
lo que han llevan 150 años demostrando las religiosas, tanto en África hace dos
décadas como en cualquier lugar de mundo hoy donde haya un enfermo contagioso y
necesitado.
Juan
Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Fuente:
Alfa y Omega