"Hacíamos giras de 15
días a caballo, descubrimos una Costa Rica totalmente verde, oíamos con emoción
los sonidos de los congos y los cariblancos..."
Los padres Manuel “Manolo” Almendros y José Antonio Maya |
Los padres Manuel “Manolo” Almendros y José Antonio Maya sirven actualmente en la Parroquia de Esparza, donde gozan de un gran cariño por parte de la comunidad.
Desde
pequeños -relatan al portal costarricense EcoCatólico- ambos decidieron que
querían ser sacerdotes e ingresaron al Seminario Menor. Allí también conocieron
al Padre José Navarro, también muy estimado en la Diócesis de Tilarán-Liberia.
El
Padre Manolo tenía 11 años y cuando su familia decidió trasladarse de la natal
Granada a Badajoz, su madre lo envió con sus otros hijos a despedirse del cura
del pueblo, quien dijo a sus hermanos: “A este me lo envían al Seminario”.
La
idea de ser sacerdote no le disgustaba, pero el mayor impulso vino después en
Badajoz, donde no se lograba adaptar. Entonces un sacerdote le pidió ser
monaguillo, aceptó y poco a poco comenzó a admirarse de aquel cura y se dijo:
“Quiero ser como él”.
Por
su parte, el Padre José Antonio tenía 10, toda su familia esperaba que se
convirtiera en médico y él mismo se estaba preparando para ir a un colegio de
Sevilla. Eso hasta que conoció a un sacerdote que jugaba al fútbol con él y
cuyo carisma le causó tal impresión que, al igual que Manolo, dijo: “Yo quiero
ser como él”.
Reconocen
que al principio fue duro estar separados de su familia, en especial el primer
día, pero a la semana estaban contentos. Recuerdan con mucho cariño aquella
etapa entre juegos, los grupos de estudio, las bromas y el cariño de los formadores.
Ya
en ese tiempo José Antonio era conocido por sus habilidades futbolísticas. De
hecho, entrenaba de vez en cuando con A.D. Nicoya, que en aquel entonces
pertenecía a la Primera División y tenía en sus filas figuras como Julio César
“el Pocho” Cortés.
En
aquellos tiempos del Seminario tenían un grupo de amigos compuesto por seis
adolescentes, según cuentan, uno de ellos, del que menos lo esperaban, llegó un
día a decirles: “Me voy para las misiones”.
Manolo
se fue detrás de él y le escribía cartas a sus cuatro amigos que se quedaron;
ellos se admiraban de las cosas que contaba y al tiempo le enviaron una carta.
“Recibí
una carta que decía: “Nos vamos los cuatro”, cuenta el Padre Manolo entre
risas. “Me dio una alegría muy grande. Me hacía mucha falta tener amigos allá”,
agregó.
José
Antonio relata que sentía vocación para servir en África con los llamados
Padres Blancos, pero por aquel entonces Juan XXIII pedía sacerdotes para
misionar en América Latina, después de pensarlo un poco optó por cruzar el
Atlántico, lo cual coincidió con la carta de Manolo y se reencontraron.
Eran
tiempos del Concilio Vaticano II, Monseñor Román Arrieta, entonces Obispo de
Tilarán, estaba en Roma y habló con el rector de un seminario español sobre la
posibilidad de que cinco misioneros fueran a Costa Rica.
“El
rector nos dijo que había un obispo de Costa Rica que necesitaba cinco
misioneros. Nosotros le dijimos que éramos seis, que si quería a los seis
estaba bien. Cuando le dijeron a Mons. Arrieta dijo: “¡seis! ¡Claro! ¡Mejor que cinco!”.
Los
jóvenes sabían muy poco de Costa Rica, por lo que empezaron a investigar y a
conocer costarricenses en España. Partieron el 12 de enero de 1967 en barco
desde Barcelona, fue un viaje de cuatro días hasta Colón, Panamá, y de ahí en
avión hasta Guanacaste, donde los esperaba el Padre Héctor Morera y el Padre
Luis Vara, otro misionero español.
Allí
los repartieron, a Manolo lo enviaron con el Padre Vara y a José Antonio a
Nicoya. “Fue difícil separarnos porque queríamos estar juntos”, recordó José
Antonio.
Manolo
cuenta que en aquellos años no había caminos, ni servicios básicos y podría
decirse que prácticamente desarrollaban su labor pastoral en medio de la selva.
“A pesar de las dificultades que hubieran fueron años preciosos”, dice José
Antonio.
“Hacíamos
giras de 15 días a caballo, descubrimos una Costa Rica totalmente verde, oíamos
con emoción los sonidos de los congos y los cariblancos, los monos llegaban a
la Casa Cural, fue precioso”, cuenta Manolo de sus tres primeros años en
Hojancha.
José
Antonio habla igual de su experiencia en Nicoya, donde sirvió por 20 años,
durante los cuales se construyó el templo parroquial, capillas y una labor
pastoral muy activa. “Fue una experiencia muy bonita, la gente amble, los
lugares, las playas. Era un paraíso”.
A
estos misioneros, además de su incansable labor de evangelización, los
caracterizó su trabajo social, incluso hubo una época en la que se les veía
participar de protestas en defensa de las comunidades hasta el punto de recibir
amenazas.
José
Antonio reconoce que en algún momento llegaron a identificarse con la Teología
de la Liberación, pero “renuncié a eso, porque sentí que estaba perdiendo la
fe, sentía que estaba predicando política en vez de la fe cristiana”, dice.
Eso
sí, el Camino Neocatecumenal les trajo motivación y renovación. Por eso lo
recomiendan e impulsan en la Parroquia de Esparza.
Manolo
a sus 76 años y José Antonio a sus 75 piensan seguir sirviendo “hasta que el
cuerpo aguante”. Lamentan que las personas a veces “no perciban la grandeza de
lo que uno quiere trasmitirles”, pero se alegran por las experiencias con
quienes se encuentran con el Señor.
Recuerdan
con mucho cariño aquellos largos viajes a caballo en medio de la naturaleza o
los trayectos en lancha, ir a pescar o a acampar, las celebraciones en los
pueblos con la gente humilde y la rica comida, el cariño de las personas, las
vivencias en las comunidades indígenas… Son recuerdos que aseguran, llevarán
siempre en su corazón.
Fuente: Portaluz