¡Cuántas personas se comportan como
Judas! Ven el bien que hacen otros, pero no quieren
reconocerlo
Ayer recordamos el ingreso
triunfal de Cristo en Jerusalén. La muchedumbre de los discípulos y otras
personas le aclamaron como Mesías y Rey de Israel. Al final de la jornada,
cansado, volvió a Betania, aldea situada muy cerca de la capital, donde solía
alojarse en sus visitas a Jerusalén.
Allí, una familia amiga
siempre tenía dispuesto un sitio para Él y los suyos. Lázaro, a quien Jesús
resucitó de entre los muertos, es el cabeza de familia; con él viven Marta y
María, hermanas suyas, que esperan llenas de ilusión la llegada del Maestro,
contentas de poder ofrecerle sus servicios.
Seis
días antes de la Pascua —relata San Juan—, fue
Jesús a Betania. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía y Lázaro era uno de
los que estaban con Él a la mesa. María tomó entonces una libra de perfume de
nardo auténtico, muy costoso, ungió a Jesús los pies con él y se los enjugó con
su cabellera, y la casa se llenó de la fragancia del perfume.
Inmediatamente salta a la
vista la generosidad de esta mujer. Desea manifestar su agradecimiento al
Maestro, por haber devuelto la vida a su hermano y por tantos otros bienes
recibidos, y no repara en gastos. Judas, presente en la cena, calcula
exactamente el precio del perfume.
Pero, en vez de alabar la
delicadeza de María, se abandona a la murmuración: ¿por
qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los
pobres?En realidad, como hace notar San Juan, no le importaban los pobres;
le interesaba manejar el dinero de la bolsa y hurtar su contenido.
«La valoración de Jesús es
muy diversa», escribe San Juan Pablo II. «Sin quitar nada al deber de la caridad
hacia los necesitados, a los que se han de dedicar siempre los discípulos
—"pobres tendrán siempre con ustedes"—, Él se fija en el acontecimiento de su
muerte y sepultura, y aprecia la unción que se le hace como anticipación del
honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por estar
indisolublemente unido al misterio de su persona» (Ecclesia
de Eucharistia, 47).
Para ser verdadera virtud,
la caridad ha de estar ordenada. Y el primer lugar lo ocupa Dios: amarás
al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente.
Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como éste: amarás a tu
prójimo como a ti mismo.
De estos dos mandamientos
dependen toda la Ley y los Profetas. Por eso, se equivocan los que —con la
excusa de aliviar las necesidades materiales de los hombres— se desentienden de
las necesidades de la Iglesia y de los ministros sagrados. Escribe San Josemaría
Escrivá: «aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con
rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en
el culto de Dios.
—Todo el lujo, la majestad
y la belleza me parecen poco.
—Y contra los que atacan la
riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se oye la alabanza de Jesús:
"opus enim bonum operata est in me" —una buena obra ha hecho
conmigo».
¡Cuántas personas se
comportan como Judas! Ven el bien que hacen otros, pero no quieren reconocerlo:
se empeñan en descubrir intenciones torcidas, tienden a criticar, a murmurar, a
hacer juicios temerarios. Reducen la caridad a lo puramente material —dar unas
monedas al necesitado, quizá para tranquilizar su conciencia— y olvidan que
—como escribe también San Josemaría Escrivá— «la caridad cristiana no se limita
a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a
respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad
de hombre y de hijo del Creador».
La Virgen María se entregó
completamente al Señor y estuvo siempre pendiente de los hombres. Hoy le pedimos
que interceda por nosotros, para que, en nuestras vidas, el amor a Dios y el
amor al prójimo se unan en una sola cosa, como las dos caras de una misma
moneda.
Fuente: Opus Dei